martes, 8 de septiembre de 2009

El Regreso de Mambrú



Una tarde, cuando ya nadie lo esperaba y muchos habían olvidado su nombre, Mambrú volvió de la guerra. Entró a mi pueblo caminando, por la calle principal, vestido como Rambo, con pantalones verdes y chaqueta gris, ambos con varios bolsillos, y pesados zapatones de militar embarrados por la lluvia de la mañana.
El policía que custodiaba la puerta del banco, siempre atento a las caras nuevas, se le acercó y le pidió documentos. Mambrú sacó un papel de uno de sus tantos bolsillos y se lo entregó. El policía leyó y mientras lo hacía su rostro mostraba más y más admiración.
- ¿Mambrú? – preguntó mientras levantaba la vista -, ¿el de la canción?
- No,... el que fue a la guerra – contestó Mambrú, que aún no había escuchado la antigua canción compuesta en su honor.
- Por eso, el de la canción que cantan los niños – dijo el policía devolviéndole el papel.
Mambrú no entendió pero no dijo nada; dio media vuelta y se alejó sin saludar. En la guerra había aprendido a no confraternizar con extraños.
Unos minutos después llegó frente a la que había sido su casa y se detuvo un instante a mirar los añosos árboles y la calle, su calle, ahora cubierta de asfalto.
Golpeó la puerta. Una mujer despeinada abrió y lo miró en silencio.
- ¿Eres tú? – preguntó.
- Según... ¿tú quién eres? – contestó Mambrú.
- Anabella... – dijo ella.
- ¿Anabella?... Entonces yo no soy yo; no conozco a ninguna Anabella – reconoció Mambrú.
- De todos modos, pasa – dijo ella -, tal vez seamos parientes, te encuentro rasgos conocidos.
Tenía razón, media hora más tarde habían desenredado la madeja familiar y se sabían primos lejanos. Mambrú, sentado a la mesa de la cocina, se había sacado su gruesa campera y tomaba mates con total confianza. Anabella, que se había retirado unos minutos a peinarse, tenía ahora un mejor aspecto y se mostraba contenta del regreso de ese guerrero al que hasta entonces sólo conocía por dichos de su abuela, ya muerta, y por la famosa canción que lo eternizaba sin detallar su origen.
- ¿Qué pasará ahora que has vuelto? Seguramente vendrán periodistas de todo el mundo a verte – se preguntó y se contestó ella.
- ¿Periodistas? ¿Porqué? ¿Alguien me recuerda? – se extrañó Mambrú.
- ¿Alguien? Eres famoso en todo el mundo. Todos saben que alguna vez te fuiste a la guerra y que nunca regresaste... hasta ahora... – dijo Anabella, recordando luego de una pausa -. Además,... está la canción...
- ¿La canción... ? ¿Qué canción? El policía del banco también mencionó una canción – recordó Mambrú.
- Te hicieron una canción hace muchísimo tiempo, tal vez más de cien años, todos la conocen, especialmente los niños... – le informó ella comenzando a cantar lo poquito que sabía:
- Mambrú se fue a la guerra Chiribín chiribín chin chin, Mambrú se fue a la guerra no sé cuando vendrá... Ah pa pá... Ah pa pá
- ¿Criribin Chin Chin? ¿Apapá? ¿Dijiste esos nombres? – preguntó Mambrú sobresaltado y casi poniéndose de pie.
- No son nombres, son palabras que se dicen porqué sí nomás, sin sentido, no te olvides que es una canción para niños.
- No son palabras... Son nombres... y yo conocí a esas personas – dijo él acomodándose nuevamente en su silla con tono nostálgico.
- ¿Son nombres? ¿Esas palabras son nombres?
- Lo son, Chiribín Chin Chin era un soldado chino. Cansado de su régimen, desertó y me ayudó a escapar del arrozal donde estuve esclavo durante ocho años.
- ¿Dijiste “era”?... ¿Acaso... ? – pregunto ella dudando.
- Fue atrapado en la playa y murió fusilado. Yo alcancé a escapar en su bote – recordó Mambrú con tristeza.
- ¿Y el otro?
- ¿Apapá?... ¿Cómo no recordar a Apapá?... El pequeño niño ciego de Nepal que me guió al cruzar las montañas del Himalaya.
- ¿Te guió? ¿Era ciego y pudo guiarte al cruzar esas montañas? – preguntó Anabella, cada vez más asombrada.
- Lo hizo... No sabes cuánto le costó. Yo tenía que decirle todo lo que iba viendo. Pero lo hizo. ¡Pobre Apapá! Él también tuvo un final terrible.
- ¿Qué le ocurrió?
- Murió allá, en las montañas. Fue muy triste por la forma en que pasó. Me parece verlo, aquella mañana en que desperté y asomé la cabeza de la carpa térmica donde había dormido. Él, según las costumbres de Nepal, había dormido afuera, acurrucado, cuidando la entrada.
- Se había congelado... – arriesgó ella.
- No, ya se había levantado y me esperaba con el desayuno listo. Tenía buena mano para la cocina. Pero, sin notarlo, se había parado justo al borde del desfiladero. Yo intenté advertirlo... pero sabía poco de su idioma, confundí las palabras y en lugar de decirle que se quedara quieto le dije que avanzara. Recordé las palabras exactas, intenté corregir mi error... pero él ya iba cayendo. Aún suenan en mis oídos sus últimas palabras... – dijo Mambrú abatido por esos recuerdos dolorosos.
- ¿Alcanzaste a escuchar sus últimas palabras? ¿Qué dijo? – preguntó ella emocionada.
- Nada importante... algunas malas palabras en tibetano... – dijo Mambrú bajando la mirada.
Anabella se había quedado de pie sosteniendo en las manos el mate frío. Estaba extasiada con esos recuerdos de su primo.
- ¡Entonces... si saben eso... si saben lo de Criribin Chin Chin... y lo de Apapá... tal vez... también sepan lo otro... ¡ – dijo Mambrú de pronto con tono alarmado.
- ¿Lo otro? ¿Hay algo más? ¿Algo grave? – preguntó ella asustada.
- Hay algo más... una triste historia. Otra de las tantas que tengo para contar. Ocurrió cuando estuve en Nigeria. Me detuvieron por cruzar un semáforo en rojo y atropellar a una anciana. Como no tenía dinero para la multa y el auto era robado, se aprovecharon de mi condición de extranjero y me castigaron con un día de prisión. En la comisaría no había calabozo y me enviaron a la cárcel común, un solo pabellón para trescientos presos... – dijo Mambrú mirando sin ver el mantel de la mesa.
- ¿Qué pasó? ¿Escapaste de allí? – preguntó Anabella, sentándose a su lado y tomándole una mano con gesto comprensivo.
- ¿Escapar? No, de allí nadie podía escapar... Había varios carteles que lo prohibían. Recuerdo que era la noche de Navidad, frente a esa cárcel había un instituto médico especializado en impotencia masculina. Esa tarde el correo confundió un envío de la Cruz Roja y repartió trescientas revistas pornográficas entre los presos... Yo era el único blanco allí... fue una larga noche...
Anabella se estremeció en silencio. Una de las lágrimas de Mambrú cayó sobre el mantel formando curiosamente una mancha similar al mapa de África.
- Tengo que irme, los periodistas vendrán pronto y querrán saber más... y más... siempre quieren saber más... – dijo Mambrú.
- Pero... no tienes a dónde ir – le recordó Anabella sin soltarle la mano.
- Tengo. Acabo de recordar que antes de subir al último avión, un amigo me invitó a trabajar con él en la explotación de una mina de oro. Seguramente ahí estaré bien – dijo Mambrú.
- ¿Una mina de oro? ¿Y dónde queda esa mina?
Mambrú tosió un poco, intentando aclarar la voz que se le perdía entre tantos recuerdos dolorosos, y luego, sin haber recobrado la nitidez y el tono recio de siempre, bajó la vista y casi susurró:
- En Nigeria.
Anabella no dijo nada. Permaneció en silencio mientras su primo se colgaba el bolso al hombro y tomaba la campera que descansaba en una silla.
- Tal vez algún día vuelva,... cuando todos hayan olvidado... - dijo él besándole la mejilla.
- Aquí estaré – dijo ella abriéndole la puerta mientras las lágrimas brotaban de sus ojos por ese guerrero sin edad que se iba de su vida apenas una hora después de haber entrado.
Y Mambrú se fue, caminó por la misma calle de asfalto que alguna vez, hace más de cien años, lo viera marcharse a la guerra, tomó un colectivo a la ciudad y se perdió, como uno más, entre millones de seres humanos sin historia y sin canción.

Rubén Antolín

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Tengo dudas, muchas dudas
Aunque creo que hay algunas
Que encontraron su respuesta
Y la callan... por las dudas.

viernes, 4 de septiembre de 2009

Mi perro duerme


La siesta tiene el color del bronce,
el mes de Enero es mes de fuego.
Hasta el sol piensa: - Sería bueno
si yo pudiera llevar sombrero.
La sombra busca refugio propio
en un costado de la alameda
y se recuesta en las acequias
donde la tierra siempre está fresca.
Y allí... se encuentra mi perro
tendido cerca de un charco,
respirando con jadeos
y durmiendo como un vago.
Él es así, ya lo he dicho
en otros versos dispersos,
le gusta pasar la vida
sencillamente viviendo.
Nunca va a llegar a nada,
parece un caso perdido,
no voy a verlo en TV
ni trabajará en un circo.
Es un perro, nada más,
poca cosa para algunos.
Es un perro, nada menos,
uno más en este mundo.
Llegó a mi casa una tarde,
y llegó para quedarse.
Mueve la cola si come,
y también si tiene hambre.
Yo lo defiendo si lo pelean,
aunque confío en sus mordiscos
y no me gusta que lo comparen
con otros perros de mis vecinos.
¿Será el calor quién me conduce
a escribir versos sobre mi amigo?
Que nadie hable, mi perro duerme
y está soñando un sueño mío...