viernes, 27 de noviembre de 2009

COMENUNCA

Acá siempre es así. Invierno y verano; siempre igual. Seguramente el lugar más aburrido del mundo. A la tardecita, cuando el sol pasa detrás de la alameda, se puede salir y sentarse acá. Antes no. Tal vez si acá, junto a la casa, hubiera una enramada. Pero no hay. Cuando yo vine la casa estaba así, sin enramada. Y a esta hora lo único que uno puede hacer es lo que hago, me siento acá a mirar los cuises que entran y salen de sus cuevas, debajo de la pila de sarmientos. Cuando me ven aparecer en la puerta, se esconden, pero al ratito se empiezan a asomar y cuando ven que salgo solo, sin el gato, siguen comiendo ahí cerquita, pero siempre mirando atentos.
Había tres cuando llegué, el gato se comió uno y quedaron dos, a esos los distinguía bien, uno era así, marroncito y el otro también, pero yo sabía cuál era cuál. Pero ahora se ve que criaron o vinieron otros, porque se juntaron varios.
El gato está adentro, durmiendo, y el perro, el Comenunca, está atrás, atado y castigado por traer porquerías a la casa.
Por ese camino de ahí no pasa casi nadie. Pasa el contratista de la Finca Grande, a veces, y los mellizos Quiroga, que cortan totora en la laguna. Nadie más. En la cosecha sí, ahí pasan los camiones con los cosechadores.
Yo pienso que los caminos deben haber estado hechos desde siempre. Nadie se pondría a cortar yuyos con el azadón para hacer un camino sin saber a dónde va a salir. ¿Y si sale justo a un río? Ahí ya no puede pasar y el camino lo hizo al pedo. Ahora los hacen de otro modo, porque ahora saben dónde están los puentes, y desde lejos ya van mirando para salir justo ahí, donde se puede pasar.
Allá en la otra finca donde yo vivía, era más entretenido. Porque había más gente cerca y el camino estaba parejito porque pasaban más autos. Me acuerdo que a veces, en verano, pasaba un heladero que era medio maricón. ¡Qué manera de comer helados!
Enfrente de donde yo vivía, un poquito cruzando así, vivía Doña Eva, que era curandera y adivinaba cosas. A mí me curó. Una vez que fui a verla, apenas me vio me dijo: - Vos estás re empachado. Vení que te curo.
Me llevó a una enramada donde colgaban muchos zapallitos, y me curó. Me midió el empacho con una cinta y ahí le salió que estaba re mal. ¡Y yo no sabía nada que estaba enfermo! Porque yo había ido a comprarle huevos, no a curarme. Pero me cobró tres pesos por la curada y me quedé sin plata. Un rato más tarde, cuando bajó el sol, me fui por la acequia y le robé algunos huevos de su gallinero. Eso nunca lo adivinó.
La verdad que acá me vendría bien tener una radio. Una como la que tiene el viejo Julián, el padre de la Verónica, mi novia, que en paz descanse y Dios la tenga en su santa gloria. Esa radio sí que estaba linda. Algún día me voy a comprar una así y la voy a hacer llenar de tonadas y de música de acordeón. En el pueblo deben vender, por ahí, en la terminal. Cuando junte unos pesos voy a ir a ver si hay.
Ahora viene agua por el canal. A lo mejor más tarde me meto un rato. Me acuerdo una vez, cuando yo era chico, me estaba bañando en un canal y mi vieja me pasó un jabón.
-      Tomá, lávate bien – me dijo.
Me entró jabón en los ojos y de ahí le agarré idea. Nunca más. Pero acá casi no me ensucio; trabajo los sábados para que el patrón vea que algo hago.  
Ahora que mencioné al patrón, me acordé, no sé por qué, cuando me dijo que me iba a traer unas tablas para hacer un baño atrás de la casa. ¿Un baño? ¿Para qué quiero yo un baño si acá estoy solo? Yo cago siempre allá atrás, a la sombra del álamo grande. Después viene el Comenunca y se come todo. Al rato él va y caga allá, donde empiezan las pichanas. Con eso y algún pedazo de pan duro se mantiene. Y no está flaco, eh, pero tiene esa maña de desenterrar cosas y traerlas acá, a la casa.
Ayer nomás, a la tarde, me hizo una que no le perdono. Vino el patrón. Siempre viene los sábados a la tarde y me trae yerba, azúcar, fideos y esas cosas. Plata, si trae, es muy poca, siempre me dice que cargó nafta y se le terminó. Pero ayer, apenas se bajó de la camioneta, ya vi que venía con mala cara.
-      ¿Y qué pasó con tu casamiento – me preguntó al ratito de llegar.
-      Nada – le dije -, no me caso nada. Ya le conté.
-      ¿Y la Verónica? ¿Tu novia? ¿Dónde está?
-      ¿Yo qué sé? Se fue. Se enojó y se fue.
-      Sí, ya sé. Eso me lo dijiste. Pero el padre fue al pueblo y pasó a verme. Dice que la chica no volvió nunca a su casa.
-      ¿El viejo Julián? ¿Fue a verlo? – pregunté.
-      Sí. Ayer a la tarde. Pensaba que ella podía estar en mi casa. Como una vez fue a ayudarle a mi señora a envasar tomates…
Yo no dije más nada ni lo miré a la cara. Si se fue, se fue. Vaya a saber dónde está. Y ahí el patrón preguntó:
-      ¿Y el traje que me hiciste comprar?
-      Ahí está, adentro – le dije.
-      ¿Y los zapatos y la camisa? – preguntó bajando la vista, y ahí me miró los pies y volvió a preguntar extrañado -. ¿Te pusiste los zapatos para trabajar?
-      Y… sí… allá, en la compuerta que da a los perales, hay muchísimos retortuños y las alpargatas tienen la punta rota, me pinchan los dedos, me acordé de los zapatos y me vine a cambiar.
-      Pero… los mojaste y los embarraste todos… ¿sabés lo que costaron esos zapatos? – preguntó.
Yo sabía que me iba a salir con algo así. Al viejo sólo le importa la plata. Es más agarrado que mano de trapecista. 
-      ¿Y el traje? Un traje negro de corte italiano te elegiste. ¿Sabés lo que me costó? Y al pedo; si no te casás me lo hiciste comprar al pedo. Ahora tengo que pagar el traje, la camisa blanca y los zapatos. Me dijiste que te lo fuera descontando, pero yo lo tengo que pagar todo junto. Y querías que te alquilara un salón para el casamiento. Menos mal que me avisaste que no te casabas, si no lo tendría que pagar igual.
-      Y bueno, yo le dije lo que pasó, la Verónica parecía que estaba embarazada – le dije.
-      ¿Y no estaba nada embarazada? ¿Entonces, por qué se fue?
-      ¿Qué sé yo? Usted la conoció. Era… quiero decir “es” re mal llevada. Se enojó, me dijo: me voy, y se fue. Por ahí salió caminando – dije señalándole el camino.
Y ahí fue cuando lo veo que aparece el Comenunca con algo en la boca. Venía de allá, del lado del desagüe. Se paró mirándome, detrás del viejo, que seguía hablándome del traje y ni se dio cuenta. Yo alcancé a ver que lo que traía el perro en la boca era una mano de la Verónica, que en paz descanse y Dios la haga una Santa. El muy hijo de puta había ido a escarbar allá, donde la enterré. ¡Cómo si le faltara comida!
Me agaché como a tocarme el zapato, para que el Comenunca creyera que iba a alzar una piedra, y ahí pegó la vuelta y se fue a echar allá, junto a las pichanas.
-      Mirá – dijo el viejo -, si no vas a usar el traje, dámelo y veo si me lo reciben, así achicamos la cuenta un poco.
Fui adentro, corrí el gato que estaba durmiendo sobre el traje, y salí con él en la mano.
-      ¿Qué le pasó? ¡Está lleno de pelos! ¡Esto no se puede devolver! – se quejó el viejo, negándose a recibírmelo.
-      El gato de mierda ese, se le acuesta arriba, y ahora en verano parece que está perdiendo el pelo. Usted quedó en traerme un roperito y como nunca me lo trajo, no tengo dónde guardar las cosas – le recordé yo, aprovechando la ocasión.
-      ¿Y la camisa? – musitó el viejo.
-      Es esta, la que tengo puesta – le dije, tocando la tela acá, en el pecho.
Me asusté al ver cómo se quedó tan callado y tan blanco. Sin saludar, pegó la vuelta y subió a su camioneta.

Cuando se fue, caminé hasta las pichanas, donde estaba el Comenunca. Ya se había comido la mano de la Verónica y me miraba con un gesto de culpa. Lo agarré del cuero del cogote y lo llevé hasta la cadena. Ahí quedó atado, castigado, por traer porquerías a la casa.    

domingo, 22 de noviembre de 2009

Mi Casamiento


La verdad es que, pensándolo bien, no me molestó mucho que el padre de la Rosaura me obligara a casarme con ella. La cosa empezó ayer a la mañana, temprano. La Rosaura está embarazada, se le empezó a notar, la madre se dio cuenta, la apuró y ella le dijo que el padre era yo. No hacía falta más, el viejo subió al Rambler y se me vino al humo.
Yo estaba cargando ladrillos a un camión. El Negro Alcaraz me los recibía y los acomodaba arriba. Ninguno de los dos se había dado cuenta que el viejo había parado el Rambler ahí, junto al horno. Cuando quise acordar lo tenía enfrente, mirándome serio y con bronca.
- Mañana te casás con la Rosaura - me anunció sin saludar.
- ¿Mañana? - pregunté yo, sorprendido.
- Si te querés un poquito, ni se te ocurra decir que no - me advirtió el viejo, acercándose amenazante.
Yo todavía sostenía cinco ladrillos apilados sobre mis manos. Los dejé sobre el camión y el Negro, con más susto que yo, los tomó y los acomodó en silencio.
- ¿Puedo preguntar por qué? - arriesgué a decir con voz entrecortada.
- Vos sabés por qué. La Rosaura está embarazada - dijo el viejo mirándome fijo a los ojos.
Yo bajé la vista, ese viejo me asustaba. Siempre fue medio loco y violento. Yo estaba presente, una vez, el verano pasado, cuando le pegó un cachetazo a uno en la cancha. Ellos estaban como a veinte metros, pero el ruido del golpe sonó como un tablazo. Fue a mano abierta, pero al tipo se lo llevaron dormido hasta la ambulancia.
- Y bueno - dije, resignado, pero sin mirarlo -, si tengo que casarme, me caso.
- Cuando salgás de acá, andate para mi casa, ahí vamos a hablar bien - dijo el viejo pegando la vuelta hacia el auto.
Eso fue ayer a la mañana, ahora ya estoy casado. El viejo se ha quedado dormido en la punta de la mesa. Tomó mucho vino, antes y después de comer. La Rosaura está afuera, saludando a unas tías que se van. Las otras mujeres están lavando los platos y hablando fuerte en la cocina. Y yo estoy acá, pensando y pensando. Siempre me gustó pensar. Costumbres que uno tiene. Y pienso qué lindo hubiera sido que las cosas se hubieran dado de otra forma. Esto de casarse así, de apuro, de un día para otro, sin haberlo pensado. No sé, todavía no me acostumbro a la idea. La Rosaura no es fea; eso sí, es un poco gorda. Un poco, bastante. Ahora más, por el embarazo. Después que tenga el nene algo va a adelgazar. Así dicen... Ojalá, porque si no... Y si no, lo mismo, ya está, es mi esposa... Pero... no dejo de pensar y pensar. Y me pone,... no sé cómo decir,... me pone triste, porque yo hubiera querido otra cosa. Hubiera querido que la Rosaura alguna vez, en todos estos años que nos conocemos, al menos una vez... me mirara y me sonriera. Sí, señor, que me sonriera... Que yo la hablara y llegáramos a ser novios, o algo así. ¿Qué sé yo? Cosas que se me ocurren ahora, que ya estoy casado. Y entre esas cosas que no se dieron antes, hubiera querido acostarme con la Rosaura, aunque más no fuera una vez... una vez...

Rubén Antolín Heredia

miércoles, 11 de noviembre de 2009

EL NIÑO

(Primer premio Concurso Literario “Integración del Sur 90”, MALARGÜE, Mendoza)

Un día apareció en el pueblo diciendo a todo el que quisiera oírla, que el niño que llevaba en brazos era hijo mío.
Según me dijeron, el niño no se parecía a mí en lo más mínimo. Y si a eso le sumamos que yo jamás había estado a menos de un metro de ella, puede fácilmente comprenderse el nerviosismo que esto trajo en ese momento a mi apacible personalidad.
Ella tenía una cierta deficiencia mental y era conocida por “la loca” o “la tonta”, lo que dada las circunstancias, tanto me condenaba como me absolvía, según el criterio de quién me juzgara.
Al principio decidí no darle importancia a los comentarios, a pesar de lo mucho que me molestaban las bromas de mis amigos, a veces gritadas de vereda a vereda en pleno horario comercial.
Cuando supe que ella había ido a buscarme a casa de mis padres, decidí que era el momento de darle un corte a la situación. Si en lugar de la dirección de mis padres hubiera averiguado la mía, hubiera sido atendida por mi esposa. Y en estos momentos yo tendría entablado un juicio por divorcio.
Pero no sabía cómo hacer. Me imaginaba discutiendo con ella en plena calle e inmediatamente me veía ridiculizado ante los ocasionales testigos, que seguramente aparecerían. Me preocupaba el hecho de tener que hablar con alguien que no tenía el cien por cien de sus facultades mentales en uso, y además estaba seguro de que, dada la insistencia, espontaneidad y firmeza de sus acusaciones, ella pensaba que realmente era yo el autor de su embarazo, y por lo tanto, responsable de su reciente estado de maternidad.
Recordé que no conocía a su familia ni dónde vivía. En realidad no conocía nada de ella cuando todo empezó. Y fue a partir de allí que comencé a averiguar qué clase de persona era la que me acusaba.
De su deficiencia ya había oído. El pueblo es chico y esa muchacha solía vagar por la zona céntrica en horas del mediodía. Alguno de mis amigos lo había comentado al verla pasar.
Cuando mi madre me dijo que una muchacha rubia, de pelo corto y con un niño en brazos me había ido a buscar, casi me desmayo. Eso ya era demasiado. Y lo que es peor, ella podía regresar en ese momento y la conversación en ese caso, tendría de testigos a mi madre y mi tía, que a esta altura, junto con mi esposa, eran las únicas del pueblo que ignoraban la noticia.
Debía evitarlo. Averigüé su dirección tratando de ser discreto, pero fue inútil. El mozo del bar que me dio el dato, al retirarme me dijo con ironía:
- Ah, te felicito. Es un chico muy bonito.
Se quedó limpiando el café y el agua que cayeron de su bandeja cuando huía de mi furiosa embestida.
Llegué a la casa. Era humilde. Tenía una cerca de alambre tejido y en el patio que la separaba de la vereda había una canilla con un gran charco, donde se bañaban dos patos.Llamé golpeando las manos. Pocos segundos después salió una señora que reconocí, por la figura, como la madre de la muchacha.
- ¿Qué desea? - preguntó.
- Buen día - dije-, quisiera hablar con su hija.
La mujer me miró entrecerrando los ojos y luego dijo:
- Ella no está ahora. Se fue al centro. Debe estar por llegar. ¿Para qué quiere hablar con ella?
- Bueno,... es por algo... relacionado con el... el nene,... su nieto, supongo...
- Ah, sí, el nene... - dijo ella y agregó interesada -: ¿Usted lo quiere?
Me sorprendió, pero me repuse enseguida.
- No... no,... es... por otra cosa,... lo que pasa es que me dijeron...
- Sí, ya sé - interrumpió sonriente -, le dijeron que queremos dar al nene de mi hija... Es cierto, ella... ¿vio?... tiene la inocencia de una niña de diez años... y alguno se aprovechó... Hay gente así...
Al decir esto, la mujer bajó la voz y acercándose más, dijo en tono confidencial:
- Ella sabe quién fue,... sabe el nombre,... pero imagínese,... el tipo lo va a negar... ¿Y cómo le prueba uno que fue él? ¿Ah?... Nosotros somos gente pobre, además, yo ya le dije a ella: ... nosotros no podemos criarlo, así que hay que buscar alguien que lo quiera y que tenga con qué mantenerlo...
Hizo una pausa en la que corrió con un pie a un pato que le estaba picando el cordón de la zapatilla. Después miró mi automóvil y continuó:
- Ella me dijo que sí, que lo dé nomás... Primero no quería ¿vio?, pero... ella no entiende lo que es responsabilidad... y como es tan chiquito todavía, mucho no lo va a sentir... ¿quiere verlo?...
Antes de reaccionar ya estaba esquivando el charco y los patos, siguiendo a la mujer en su camino hacia la casa. Ni siquiera recordé que mi objetivo al llegar allí era completamente distinto.
El niño era, tal cual dijera el mozo que lo conocía, muy bonito. Y se veía perfectamente normal. Estaba despierto y allí, acostado en ese cajón frutero que hacía las veces de moisés, parecía muy tranquilo. Me sonrió al verme y volvió a ponerme nervioso.
- Señora - dije sin saber cómo continuar con el sentido que yo quería darle a la conversación -, yo... yo me llamo...
- ¡No! ¡No me lo diga! - interrumpió con firmeza -. No quiero saber quién se lo lleva,... es mejor así,... fíjese que ni lo hemos querido anotar...- No,... lo que pasa es que... - intenté continuar.
- Mire, tome - dijo ella alzando al niño y dándomelo envuelto en una frazadita, a la vez que miraba nerviosamente hacia la calle -. Es mejor que se lo lleve ya mismo, antes de que ella vuelva,... así no hay problemas,... no vaya a ser que se arrepienta...
Tomé el niño y salí hacia la vereda seguido por la señora, que me agradecía mucho que tuviera tan buen corazón y me recomendaba que no le hiciera faltar nada a su nieto, ya que yo podía.
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Creo que he hecho una locura. Pero ya no tiene remedio. El niño está allí, durmiendo en su flamante moisés de mimbre. Dentro de un rato volverá mi esposa. Presiento que tendremos una larga conversación.

Rubén Antolín Heredia - del libro "La Tarde de Tadeo"

domingo, 8 de noviembre de 2009

Cuento Cruel



Mi primo siempre me tuvo un poco de antipatía, pero desde que ambos salimos del hospital y yo comencé a moverme en silla de ruedas, ese sentimiento se acentuó. Ahora, intentando justificarlo o al menos entenderlo, se me ocurren varias explicaciones. Es posible que por haber sido yo sido quien manejaba el auto en el momento del accidente, en él hayan despertado viejos rencores no resueltos de nuestra infancia. Ignoro los términos exactos para definir las características psicológicas de su proceder, pero las cosas que comenzó a hacer a partir de ése, nuestro regreso a casa, fueron increíbles y hablan por sí solas. Cuando yo pasaba frente a él, moviéndome trabajosamente en esa pesada e incómoda silla metálica a la que nunca terminaría de acostumbrarme, podía sentir su mirada de odio en la nuca. Y podía escuchar las maldiciones que farfullaba entre dientes. Yo me volvía y lo miraba, tratando de parecer desafiante, aunque sabía que mi rostro nunca lograría expresar un resentimiento como el que emanaba de sus ojos malvados.
- Yo no tuve la culpa del accidente – le dije una vez.
- Yo no te echo la culpa de eso – contestó, parco, como siempre y manteniéndome su mirada fulminante.
Callé y bajé mis ojos. Ya sabía que los detalles del accidente no importaban demasiado ni justificaban su odio evidente. Había algo más, pero yo no lograba averiguarlo. Hice girar las ruedas de la silla y me alejé de allí; podía sentir su perversa mirada quemándome la espalda.
Una mañana de verano, él despertó antes que yo y aprovechó la oportunidad para tomar mi silla. Quería desarmarla. Afortunadamente mis padres escucharon los ruidos y le quitaron la silla cuando sólo había alcanzado a aflojar una de las ruedas. Recuerdo que mi padre le dio una fuerte bofetada que le hizo sangrar una herida del rostro en la que aún no habían cicatrizado los puntos. Él la soportó impávido mirando a mi padre con su odio eterno.
Cuando la silla estuvo nuevamente ajustada, mis padres me ayudaron a acomodarme en ella. Él, mientras tanto, permanecía allí cerca, en silencio y con su característico gesto de desprecio y aborrecimiento. Lo que más me torturaba de esa situación era que por más que pensaba y pensaba, no podía entender el motivo de tanto odio. Sólo había podido deducir que ese odio se había forjado después del accidente, cuando yo empecé a andar en la silla de ruedas, porque antes, si bien no éramos amigos, al menos nos saludábamos... y hasta salíamos ocasionalmente juntos, como la noche del accidente.
Finalmente, hoy me cansé de tanto rencor injusto y decidí salir a tomar aire al jardín. Me levanté temprano, tomé la silla y la dejé junto a la cama de mi primo. Que haga lo que quiera con ella. Después de todo, yo puedo caminar perfectamente, y a él le faltan las dos piernas.

Rubén Antolín Heredia