INSPIRACIÓN - Cuento Policial
Sin
abrir los ojos dejó escapar una maldición, incluyendo en ella a la madre de
alguien sin especificar. En los últimos tiempos, casi todas las noches le
sucedía lo mismo: despertaba repentinamente, con la lucidez del que ha dormido
cien horas, pero con el cansancio corporal de aquel que ha dormido una hora. En
esas ocasiones, sabía que era inútil intentar recuperar el sueño. Allí,
presente en su mente, ocupando todo el espacio, estaba eso que, desde hace
siglos, escritores y poetas llamaban “inspiración”. Una imagen, una idea, una
frase, un argumento, algo que había nacido allí de la nada y estaba tomando
forma con un solo y único motivo: pasar del pensamiento a las letras, ya sea en
prosa o versos.
Ya había tenido antes inspiraciones que le habían
sugerido poesías, pero desconfiaba de ellas. Una de las últimas, escrita con el producto
de una noche de lluvia y truenos, casualmente incluía un ochenta por ciento de
una vieja poesía de Rafael de León. El resto, su aporte del veinte por ciento,
era fácilmente reconocible por la falta total de rima y medida, y lo más
lamentable en este caso, de sentido.
En este caso, la imagen parecía apuntar a un
cuento. Más precisamente parecía ser el final de un cuento o la síntesis de su
argumento: “Un hombre abre una puerta a la cual alguien ha llamado y se
encuentra cara a cara con un policía. Éste, sin hablar, saca su arma y le
dispara.” Eso era todo. Pensó que tal vez algún ruido inesperado al despertar había
borrado de su mente otras partes importantes del cuento. Pero pensarlo no
solucionaba nada, el retorno al sueño era tan imposible como el retorno a estar
dormido. Eso nunca sucedía.
No necesitó mirar el reloj, sabía que la
inspiración era puntual y aparecía siempre alrededor de las cinco de la mañana.
Junto con la inspiración llegaban otros síntomas que en cuestión de minutos lo
obligaban a levantarse. No sabía si era natural, por sus años, cercanos a las
seis décadas, o por los mates que había tomado antes de acostarse, pero al poco
tiempo de despertar la urgencia urinaria era insostenible y tenía que
levantarse al baño. Después, ya estaba todo dicho: o buscaba un papel para
escribir lo que las musas le habían dictado o empezaba a olvidar todo y llegaba
a la salida del sol, desvelado y sin ninguna idea original merecedora de ser
escrita.
Se levantó, fue al baño, no era tanto como
parecía, pero se sintió aliviado. Pasó a la cocina, llenó la pava, la puso
sobre la hornalla encendida y buscó su cuaderno de apuntes. Tenía esa sola
imagen, ya descripta, pero la escribió. Ya llegaría el resto, como dice el
viejo refrán: lo que no llega con la inspiración, se termina con transpiración.
“Un hombre abre una puerta a la cual alguien
ha llamado y se encuentra cara a cara con un policía. Éste, sin hablar, saca su
arma y le dispara.” Hasta ahí todo bien. Escribió eso, que seguramente era el
final. Ahora sólo había que imaginar el principio y desarrollo del cuento. Todos
los “por qué” debían quedar contestados en unas pocas páginas que concluirían
en ese desenlace. ¿Por qué un policía mataría a un hombre sin preguntar? Había
muchas respuestas. Entre ellas: podía ser un policía al que el muerto engañara
con su esposa. Podía ser un policía corrupto, descubierto en alguna trapisonda
por el muerto. Podía ser un simple asesino a sueldo, vestido de policía…
Ahí detuvo las conjeturas. Le había gustado
esa posibilidad; le sonaba más creíble que las otras. Un asesino que se
presentara ante su víctima vestido de policía sabía que llegaría y sería
recibido sin sospechas. Nadie desconfiaría de él. Aunque luego, al huir, debería
cambiar rápidamente de atuendo, es verdad, pero si el cuento terminaba allí,
eso ya era un problema que quedaba fuera del texto y no le correspondía
buscarle una solución escrita. Ese policía era un asesino disfrazado. Eso
quedaba así. Podía ser un asesino a sueldo o directamente el interesado en
matar. Pero no era un policía.
Más allá de ese detalle, no menor, estaba
otro que surgía de lo que acababa de definir: Si el asesino llegaba allí disfrazado
de policía era porque, de no hacerlo así, podía no ser recibido por su víctima.
Es decir, el hombre que iba a morir sabía que podían llegar a matarlo, y ese
ardid del disfraz estaba destinado a evadir su desconfianza.
Estaba por escribir eso, cuando otra idea
apareció como diciendo: - Un momento, no podemos descartar que el hombre a
morir… no sepa que lo van a matar. Puede que el policía asesino, en
realidad, esté buscando a otro. Puede
haberse equivocado de objetivo. ¿Por qué no?
Se detuvo, sacó la pava del fuego, con el
agua que aún no se había evaporado y se cebó un mate de cien grados Celsius de
temperatura.
Mientras el mate descansaba allí cerca,
siguió con el cuento, anotando la síntesis de las ideas que iban apareciendo. Más
tarde les buscaría un orden lógico y empezaría a escribir el texto definitivo.
El tema del asesino disfrazado estaba resuelto.
Llegado el momento de buscar un porqué tan fundamental como el motivo de ese
asesinato, aparecía esa otra idea del equívoco, pidiendo un lugar, allí, en el
papel.
Decidió tomarse un pequeño recreo, sopesando
y descartando ideas nuevas que le permitieran llegar a ese final inspirado a
costa del sueño que ahora, inesperadamente, había regresado y estaba apretando
su frente. Se reclinó en el mullido sillón que tenía junto a la mesa y cerró
los ojos. Sería sólo por un momento, mientras las ideas regresaban.
Cuando se despertó, el sol entraba por la
ventana. Se había quedado dormido por lo menos dos o tres horas.
Releyó lo escrito mientras chupaba y
descartaba con un gesto de asco el mate frío. Ese simple esbozo sin un hilo
conductor, ahora le hacía sospechar sobre el argumento de un cuento ajeno. Lo
sucedido con esa poesía, plagiada involuntariamente por la memoria de esos
versos leídos en el colegio secundario, lo atormentaba. Buscando en su mente todo lo ajeno que alguna vez había leído y tratando de relacionarlo con lo que
estaba por escribir, repasó cuentos de Rulfo, en los que alguien moría por
medio de un arma de fuego. Recordó varios de García Márquez, y luego, allí
abajo, casi al fondo del baúl de los recuerdos - y bajando asombrosamente el
nivel - trajo a su memoria un cuento de un intrascendente escritor del sur
mendocino, cuyo nombre le había sido borrado por los vientos del olvido. En
ninguno de ellos había similitud con lo dictado por su inspiración. Estuvo a
punto de levantarse a buscar entre sus libros una antología de cuentos
policíacos de Vicente Francisco Torres, pero padecía desde siempre la incurable
enfermedad de la pereza en las rodillas, que siendo niño le había impedido
jugar al tejo, y siendo joven, bailar “el borriquito” de Peret.
Finalmente, algo cansado de recordar, cotejó
sus ideas con un magistral relato de Borges en el que el protagonista se sabe
perseguido y espera (ahí recordó que ese cuento, justamente, se llama “La
espera”) El hombre imaginado por Jorge Luis, en un ambiente de principios de
siglo veinte, adopta el nombre de su enemigo y durante unos días trata de
escapar de lo inevitable. Pero eso sucedía en el cuento de Borges. Él ni
siquiera evaluaba la idea de plagiar ni remotamente a uno de sus ídolos. Aquí,
en “su cuento” las cosas eran totalmente distintas a ese y a los recordados
anteriormente. Aquí la víctima era, si cabe, más víctima aún, porque no sabía
que lo buscaban. Y no lo sabía justamente porque “no lo buscaban”. No a él.
Buscaban a otro. Otro que, con esa muerte equivocada, salvaba su vida y tal vez
hasta evadía para siempre su sentencia fatal.
Además, el protagonista de éste, su cuento,
era totalmente inocente y de una conducta intachable. Jamás podría haber despertado
en nadie un sentimiento de odio que justificara su asesinato. Es más, en caso
de necesitar nombrarlo en el texto, lo bautizaría con un nombre como Modesto,
Cándido o Plácido, aunque con un apellido vasco, que reafirmara su virilidad.
Escribió esa idea y se detuvo. En ese
momento, por la ventana abierta había visto pasar algunos hombres y mujeres. Se
asomó con cuidado y miró su aspecto. Ellas de largo vestido y zapatos de taco
bajo; ellos, camisa cerrada y corbata. Todos con una Biblia en la mano. Mormones,
Testigos, Evangelistas o Católicos, en busca de nuevos adeptos. Clásicos de un
día domingo por la mañana, a la hora en que todos despiertan y se dicen: -
Menos mal que hoy puedo dormir hasta más tarde.
Escuchó los golpes en la puerta con un gesto
de desagrado. Pensó en no atender, lo había hecho antes, pero en esas ocasiones
se había quedado con un sentimiento de culpa y una duda: ¿Y si después de todo
le traían algo que mereciera ser leído o escuchado?
Preparó unas monedas, para retribuir los
folletos o libritos que seguramente le dejarían, y abrió la puerta. Los
religiosos habían pasado de largo y estaban a más de media cuadra. El que había
golpeado la puerta y que ahora lo miraba fijamente era un policía. O al menos
un hombre disfrazado de policía.