lunes, 5 de abril de 2010

INSPIRACIÓN - Cuento Policial

INSPIRACIÓN - Cuento Policial


Sin abrir los ojos dejó escapar una maldición, incluyendo en ella a la madre de alguien sin especificar. En los últimos tiempos, casi todas las noches le sucedía lo mismo: despertaba repentinamente, con la lucidez del que ha dormido cien horas, pero con el cansancio corporal de aquel que ha dormido una hora. En esas ocasiones, sabía que era inútil intentar recuperar el sueño. Allí, presente en su mente, ocupando todo el espacio, estaba eso que, desde hace siglos, escritores y poetas llamaban “inspiración”. Una imagen, una idea, una frase, un argumento, algo que había nacido allí de la nada y estaba tomando forma con un solo y único motivo: pasar del pensamiento a las letras, ya sea en prosa o versos.
Ya había tenido antes inspiraciones que le habían sugerido poesías, pero desconfiaba de ellas. Una de las últimas, escrita con el producto de una noche de lluvia y truenos, casualmente incluía un ochenta por ciento de una vieja poesía de Rafael de León. El resto, su aporte del veinte por ciento, era fácilmente reconocible por la falta total de rima y medida, y lo más lamentable en este caso, de sentido.
En este caso, la imagen parecía apuntar a un cuento. Más precisamente parecía ser el final de un cuento o la síntesis de su argumento: “Un hombre abre una puerta a la cual alguien ha llamado y se encuentra cara a cara con un policía. Éste, sin hablar, saca su arma y le dispara.” Eso era todo. Pensó que tal vez algún ruido inesperado al despertar había borrado de su mente otras partes importantes del cuento. Pero pensarlo no solucionaba nada, el retorno al sueño era tan imposible como el retorno a estar dormido. Eso nunca sucedía.
No necesitó mirar el reloj, sabía que la inspiración era puntual y aparecía siempre alrededor de las cinco de la mañana. Junto con la inspiración llegaban otros síntomas que en cuestión de minutos lo obligaban a levantarse. No sabía si era natural, por sus años, cercanos a las seis décadas, o por los mates que había tomado antes de acostarse, pero al poco tiempo de despertar la urgencia urinaria era insostenible y tenía que levantarse al baño. Después, ya estaba todo dicho: o buscaba un papel para escribir lo que las musas le habían dictado o empezaba a olvidar todo y llegaba a la salida del sol, desvelado y sin ninguna idea original merecedora de ser escrita.
Se levantó, fue al baño, no era tanto como parecía, pero se sintió aliviado. Pasó a la cocina, llenó la pava, la puso sobre la hornalla encendida y buscó su cuaderno de apuntes. Tenía esa sola imagen, ya descripta, pero la escribió. Ya llegaría el resto, como dice el viejo refrán: lo que no llega con la inspiración, se termina con transpiración.  
“Un hombre abre una puerta a la cual alguien ha llamado y se encuentra cara a cara con un policía. Éste, sin hablar, saca su arma y le dispara.” Hasta ahí todo bien. Escribió eso, que seguramente era el final. Ahora sólo había que imaginar el principio y desarrollo del cuento. Todos los “por qué” debían quedar contestados en unas pocas páginas que concluirían en ese desenlace. ¿Por qué un policía mataría a un hombre sin preguntar? Había muchas respuestas. Entre ellas: podía ser un policía al que el muerto engañara con su esposa. Podía ser un policía corrupto, descubierto en alguna trapisonda por el muerto. Podía ser un simple asesino a sueldo, vestido de policía…
Ahí detuvo las conjeturas. Le había gustado esa posibilidad; le sonaba más creíble que las otras. Un asesino que se presentara ante su víctima vestido de policía sabía que llegaría y sería recibido sin sospechas. Nadie desconfiaría de él. Aunque luego, al huir, debería cambiar rápidamente de atuendo, es verdad, pero si el cuento terminaba allí, eso ya era un problema que quedaba fuera del texto y no le correspondía buscarle una solución escrita. Ese policía era un asesino disfrazado. Eso quedaba así. Podía ser un asesino a sueldo o directamente el interesado en matar. Pero no era un policía.
Más allá de ese detalle, no menor, estaba otro que surgía de lo que acababa de definir: Si el asesino llegaba allí disfrazado de policía era porque, de no hacerlo así, podía no ser recibido por su víctima. Es decir, el hombre que iba a morir sabía que podían llegar a matarlo, y ese ardid del disfraz estaba destinado a evadir su desconfianza.
Estaba por escribir eso, cuando otra idea apareció como diciendo: - Un momento, no podemos descartar que el hombre a morir… no sepa que lo van a matar. Puede que el policía asesino, en realidad,  esté buscando a otro. Puede haberse equivocado de objetivo. ¿Por qué no?
Se detuvo, sacó la pava del fuego, con el agua que aún no se había evaporado y se cebó un mate de cien grados Celsius de temperatura.
Mientras el mate descansaba allí cerca, siguió con el cuento, anotando la síntesis de las ideas que iban apareciendo. Más tarde les buscaría un orden lógico y empezaría a escribir el texto definitivo.
El tema del asesino disfrazado estaba resuelto. Llegado el momento de buscar un porqué tan fundamental como el motivo de ese asesinato, aparecía esa otra idea del equívoco, pidiendo un lugar, allí, en el papel.
Decidió tomarse un pequeño recreo, sopesando y descartando ideas nuevas que le permitieran llegar a ese final inspirado a costa del sueño que ahora, inesperadamente, había regresado y estaba apretando su frente. Se reclinó en el mullido sillón que tenía junto a la mesa y cerró los ojos. Sería sólo por un momento, mientras las ideas regresaban.
Cuando se despertó, el sol entraba por la ventana. Se había quedado dormido por lo menos dos o tres horas.
Releyó lo escrito mientras chupaba y descartaba con un gesto de asco el mate frío. Ese simple esbozo sin un hilo conductor, ahora le hacía sospechar sobre el argumento de un cuento ajeno. Lo sucedido con esa poesía, plagiada involuntariamente por la memoria de esos versos leídos en el colegio secundario, lo atormentaba. Buscando en su mente todo lo ajeno que alguna vez había leído y tratando de relacionarlo con lo que estaba por escribir, repasó cuentos de Rulfo, en los que alguien moría por medio de un arma de fuego. Recordó varios de García Márquez, y luego, allí abajo, casi al fondo del baúl de los recuerdos - y bajando asombrosamente el nivel - trajo a su memoria un cuento de un intrascendente escritor del sur mendocino, cuyo nombre le había sido borrado por los vientos del olvido. En ninguno de ellos había similitud con lo dictado por su inspiración. Estuvo a punto de levantarse a buscar entre sus libros una antología de cuentos policíacos de Vicente Francisco Torres, pero padecía desde siempre la incurable enfermedad de la pereza en las rodillas, que siendo niño le había impedido jugar al tejo, y siendo joven, bailar “el borriquito” de Peret.
Finalmente, algo cansado de recordar, cotejó sus ideas con un magistral relato de Borges en el que el protagonista se sabe perseguido y espera (ahí recordó que ese cuento, justamente, se llama “La espera”) El hombre imaginado por Jorge Luis, en un ambiente de principios de siglo veinte, adopta el nombre de su enemigo y durante unos días trata de escapar de lo inevitable. Pero eso sucedía en el cuento de Borges. Él ni siquiera evaluaba la idea de plagiar ni remotamente a uno de sus ídolos. Aquí, en “su cuento” las cosas eran totalmente distintas a ese y a los recordados anteriormente. Aquí la víctima era, si cabe, más víctima aún, porque no sabía que lo buscaban. Y no lo sabía justamente porque “no lo buscaban”. No a él. Buscaban a otro. Otro que, con esa muerte equivocada, salvaba su vida y tal vez hasta evadía para siempre su sentencia fatal.
Además, el protagonista de éste, su cuento, era totalmente inocente y de una conducta intachable. Jamás podría haber despertado en nadie un sentimiento de odio que justificara su asesinato. Es más, en caso de necesitar nombrarlo en el texto, lo bautizaría con un nombre como Modesto, Cándido o Plácido, aunque con un apellido vasco, que reafirmara su virilidad.
Escribió esa idea y se detuvo. En ese momento, por la ventana abierta había visto pasar algunos hombres y mujeres. Se asomó con cuidado y miró su aspecto. Ellas de largo vestido y zapatos de taco bajo; ellos, camisa cerrada y corbata. Todos con una Biblia en la mano. Mormones, Testigos, Evangelistas o Católicos, en busca de nuevos adeptos. Clásicos de un día domingo por la mañana, a la hora en que todos despiertan y se dicen: - Menos mal que hoy puedo dormir hasta más tarde.
Escuchó los golpes en la puerta con un gesto de desagrado. Pensó en no atender, lo había hecho antes, pero en esas ocasiones se había quedado con un sentimiento de culpa y una duda: ¿Y si después de todo le traían algo que mereciera ser leído o escuchado?

Preparó unas monedas, para retribuir los folletos o libritos que seguramente le dejarían, y abrió la puerta. Los religiosos habían pasado de largo y estaban a más de media cuadra. El que había golpeado la puerta y que ahora lo miraba fijamente era un policía. O al menos un hombre disfrazado de policía. 

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