domingo, 27 de diciembre de 2009

EL TÍO ESTEBAN - Cuento Regional


















A veces, en el verano, a la tardecita, cuando estoy con mis hermanos, jugando a la pelota en el patio, corriendo las gallinas para que entren al gallinero, o simplemente mirando los autos que pasan por la ruta, me acuerdo del Tío Esteban. Él sabía llegar los sábados a esa hora, poco antes de que se pusiera el sol. Desde lejos conocíamos el ruido de su moto Gilera 150. Nos mirábamos y, en cuanto alguno gritaba: - ¡El Tío Esteban! –, ya salíamos todos, hasta mis hermanas, a la orilla de la ruta a verlo llegar.
Entraba por la tranquera y estacionaba su moto cerca de la puerta de la casa, rodeado de todos nosotros. Recuerdo que atrás del asiento llevaba un cajoncito de madera atado con una soga. Ahí siempre traía verduras y frutas para nosotros, y una damajuana de vino tinto, para el papá. También traía una caja de cartón con el grabador y como diez casetes. Y una vez trajo una gallina recién muerta. La había atropellado con la moto, la pelamos y la comimos al otro día.
En verano venía siempre de camisa blanca y pañuelo al cuello. Recién bañado y afeitado y todavía con olor a jabón. El Tío tenía más de treinta años, pero era menor que mi mamá. Una vez nos contó que tenía un hermano que era policía y vivía en la ciudad de Mendoza, pero a ése nosotros, los chicos, nunca lo conocimos.
Era muy bueno con nosotros. A veces, cuando había cobrado en la finca donde trabajaba, nos traía caramelos masticables para los cuatro varones y pastillas de menta para mis dos hermanas, la Tita y la Renata. Para mi mamá no traía nada de esas cosas ricas, porque era su prima y, además, porque era grande, pero siempre le decía a la Tita que le convidara de sus pastillas.
Mi papá, además de ser pariente, era muy amigo del Tío Esteban. Los dos eran hinchas de Boca y del Club Pedal, así que, cuando escuchaban los partidos por la radio, nunca discutían. El Tío sabía tocar un poco en la guitarra de mi papá y a veces entre los dos cantaban una tonada que decía:
- Quien te amaba ya se va... supuesto que otro ha venido...
Siempre cantaban eso. Otras veces jugaban al truco, pero mi papá siempre perdía porque, como tomaba vino, se olvidaba de jugar bien. El Tío no, porque él sólo tomaba cerveza, y no mucha porque abría una sola botella y de ahí le convidaba a mi mamá.
El Tío Esteban vivía en la finca donde trabajaba, a unas dos leguas de nuestra casa. Era una finca grande que en la entrada tenía un portón de hierro marrón y unos nogales. Yo eso lo sé porque él nos contó, pero nosotros nunca fuimos hasta su casa.
Para fin de año el Tío llegaba temprano y se ocupaba de hacer el asado o lo que fuéramos a comer. Una vez nos trajo petardos y unas cañitas voladoras. Me acuerdo que con una de esas cañitas casi se prende fuego el techo del gallinero. Mi papá no se enojó mucho porque a esa hora ya había tomado bastante y me parece que no se dio cuenta. Y porque el que había traído las cañitas voladoras era el Tío Esteban.
Siempre se quedaba a dormir en la cama que mi mamá le había armado en la lavandería, esa piecita que nosotros llamábamos “la despensa”, porque tenía la pileta y las canillas para lavar, pero ahí se guardaban todas las cosas de comer. Mi mamá siempre lavaba la ropa en un fuentón, en el patio.
Después de cenar, nos poníamos todos a mirar la película que pasaban por la televisión, y en los cortes, durante la propaganda, aprovechábamos para hacer chistes y reírnos de cualquier cosa. Todos menos el papá, que para esa hora ya estaba casi dormido en la silla; hasta que mi mamá y el Tío Esteban lo ayudaban a llegar hasta la cama y lo dejaban ahí, durmiendo.
Cuando había luna, los más chicos salíamos al patio a cazar sapos. No los tocábamos con la mano para que no nos salieran verrugas. Tampoco los matábamos, los agarrábamos de una pata con la pinza y los tirábamos al canal, para que nadaran.
También cazábamos bichitos de luz y los refregábamos en las manos o en la cara, para que brillaran en lo oscuro. A mí me daba lástima y un poco de asco, pero era lindo jugar así.
El Tío se quedaba adentro, con mi mamá y mis hermanas, y cuando terminaba la película, escuchaban la música del radio grabador. Él fue el que le enseño a bailar a la Tita, y también a la Renata, aunque la Tita aprendió primero porque como ya tenía quince años, pronto la iban a dejar ir a los bailes y quería estar preparada. A veces nosotros los imitábamos en la puerta, bailando como ellos y matándonos de risa. El Tío tenía un casete que se llamaba: “Enganchado para bailar”. Ése era el que más nos gustaba a nosotros, porque era largo y divertido. En una parte, el que cantaba preguntaba:
- ¿Quieeeén... se ha tomado todo el vino?
Y nosotros desde afuera, gritábamos fuerte:
- ¡El papá!
Pero el papá no nos escuchaba, estaba re dormido.
A veces, cuando al atardecer hacía mucho calor, nos bañábamos en el canal. Nosotros, los varones, que éramos todos chicos, sabíamos nadar re bien, hasta en contra de la corriente; pero mis hermanas, no. El Tío quiso enseñarles, la Renata aprendió a flotar enseguida, pero se la llevaba la corriente y había que ayudarla a salir. Y la Tita, de tonta nomás que era, siempre se hundía, tragaba agua y salía tosiendo para la orilla.
Recuerdo que una noche yo había tomado mucha agua con la comida, porque a mi mamá se le había pasado la sal en el arroz, y después, de postre, entre todos nos habíamos comido las dos sandías que había traído el Tío. Me desperté con unas ganas bárbaras de hacer pichí. Aunque estaba acostumbrado a andar en lo oscuro, al ver que todos estaban durmiendo, me dio un poco de miedo salir hacia el pasillo que daba al baño. La ventana estaba abierta y entraba un poco de claridad de la luna. Sin hacer ruido, salí al patio por ahí y caminé hasta la esquina de la casa. Quería hacer pichí en unas plantas de flores que mi mamá había puesto en ese lugar. Como iba descalzo me aparté un poco para no salpicarme los pies.
Entonces fue cuando casi me muero de miedo. A cinco metros de donde yo estaba, mi hermana Tita salió de la ventana de la piecita donde dormía el Tío Esteban y caminó alejándose de mí, rodeando la casa, sin verme. Yo primero me asusté porque no me había dado cuenta de quién era, pero después la conocí por el camisón claro que usa para dormir.
Al otro día no dije nada, no entendía mucho lo que pasaba, y como no veía nada distinto en la forma en que se trataban todos, empecé a pensar que seguramente mi hermana se habría quedado escuchando música con el Tío, se le hizo tarde y para que no la retaran, volvió a su pieza entrando por la ventana. Después de todo ella tenía sólo quince años y el Tío más de treinta. Novios no iban a ser, con tantos años de diferencia.
El Tío siguió viniendo, como siempre, los sábados a la tardecita, a veces con regalos, cuando había cobrado, pero siempre de buen humor y listo a hacernos reír con sus ideas.
Una tarde, cuando llegué de la escuela, entré a la cocina y encontré a mi mamá y a mi hermana, la Tita, sentadas y llorando. Lo primero que pensé fue que le había pasado algo a mi papá, aunque de día toma muy poco para poder trabajar. Pero antes de que alcanzara a preguntar me corrieron de la cocina, otra vez al patio. Mis hermanos que estaban sentados al borde del canal, con la Renata, me llamaron. A ellos ya los habían corrido cuando quisieron saber qué pasaba y me preguntaron si yo había alcanzado a averiguar algo.
Mi papá estaba en el potrero del fondo de la finca. Seguro que él sabría lo que había sucedido y nos lo diría. Hacia allá salimos todos, los cuatro varones y la Renata.
Papá estaba con la horquilla haciendo una parva de pasto en el medio del potrero. Cuando nos vio llegar se preocupó al ver nuestras caras serias, pero más se preocupó cuando le dijimos que mamá y la Tita estaban encerradas en la cocina, llorando.
Salió corriendo hacia la casa con nosotros atrás, tratando de alcanzarlo.
Llegó y entró a la cocina. Nosotros nos quedamos sentados en la pila de ladrillos que hay al lado del canal, esperando. Un rato más tarde, mi papá salió muy serio, fue hasta la bomba, se lavó la cara y volvió a entrar. Yo me fui por un costado de la casa a ver si podía averiguar qué hacía. Lo vi por la ventana de su pieza cuando sacó la escopeta de arriba del ropero, le sopló la tierra que tenía, la quebró por la mitad y le puso adentro dos cartuchos.
Cuando salió de la casa, yo ya estaba junto a mis hermanos, sentados en los ladrillos, cerca del bordo del canal. Sin decir una palabra, mi papá subió a su bicicleta y salió por la orilla de la ruta, con la escopeta en la mano.
- Seguro que va a cazar una liebre – dijo Pedrito, el más chico.
- O una vizcacha – dijo Omar, el que le sigue.

Esa noche, bien tarde y mientras todos dormían, yo escuché desde mi cama cuando el papá volvía y se acostaba sin cenar.

Mi hermana, la Tita, ahora tiene un nene; un nene chiquito y de cachetes gordos que se llama Manuel y que nació poco después de que empezaran las clases; por eso este año la Tita no va a ir a la escuela y lo va a pasar criándolo, para que el año que viene ya esté grandecito y ella pueda volver a estudiar.
Mi papá sigue tomando vino, aunque me parece que un poco más que antes; y mi mamá, siempre al lado de la Tita, sólo sonríe cuando tiene el niño en brazos.
Nosotros, los varones, los días sábados a la tarde, como de costumbre, jugamos en el patio del frente de la casa. Algunas veces jugamos a la pelota y otras veces a la escondida o a la mancha. Mientras tanto mis hermanas le ayudan a mi mamá a hacer el pan en el horno que hay atrás de la casa. Arriba, en los carolinos grandes, las palomas arrullan mientras se acomodan para dormir. A veces, por la ruta, pasa una moto, y todos nos miramos. Aunque ninguno dice nada, todos nos acordamos del Tío Esteban, que nunca, nunca más, volvió a visitar la casa.


Del Libro "El Tío Esteban y otros cuentos"

viernes, 18 de diciembre de 2009

El monstruo (o lo que sea)


Cuentan que existe un inmenso pájaro negro que de noche sobrevuela los viñedos mendocinos. En realidad no es un ave, y tampoco un vampiro - aunque se le asemeje en algunos hábitos. Sus alas y todo su cuerpo son negros y lustrosos, lo que impide advertir cuando se acerca, planeando, al ras de la viña, el parral o los frutales. Es un personaje bastante inquietante. Pero lo más espantoso es su rostro,... es un rostro humano. Algunos lo han identificado como el de una hermosa mujer y otros, como el de un ser andrógino, pero siempre bello y de mirada cautivante.
Esta ave (o lo que sea) sorprende a sus víctimas cuando caminan descuidadas por los callejones, generalmente en los horarios de riego nocturno o cuando cortan camino a través de alguna finca. Aprovechando su gran tamaño y fuerza, los abraza con sus alas y los besa, dulce y apasionadamente. Hay quienes, sobreponiéndose al susto, se rinden a los placeres de Afrodita y regresan a sus casas con una sonrisa enigmática en el rostro. Pero todos, indefectiblemente todos, tarde o temprano, jóvenes o viejos, de forma natural o violenta, algún día, mueren.
Es por eso que a este ser mitológico (y aún sin nombre) se le teme tanto y se lo evita regresando a casa apenas comienza a ponerse el sol.
Olvidé decir que sus amoríos no engendran descendencia y sólo parecen estar destinados a dar placer y, eventualmente (y esto lo supongo yo) lograr una reciprocidad afectiva que atenúe el temor y el rechazo de los humanos. Aclaro esto porque en determinada época le fueron adjudicados algunos embarazos inexplicables que meses más tarde derivaron en niños de rasgos y tez propios de la comunidad boliviana. No eran fruto de esos encuentros.
Mi hermana mayor, que se llama Elena, pero nosotros la llamamos Eli, se encontró con este monstruo. Fue el verano pasado, una madrugada, al regresar de un casamiento, en la finca de los Petrelli, allá, pasando los nogales secos. Según cuenta, después de separarse de la Nélida, su mejor amiga, que vive en la finca vecina, en momentos en que iba pasando frente al cañaveral, se encontró frente a frente con esta ave, posada sobre el callejón y recortada su negra figura con la luz de la luna, que le daba de atrás.
Todo pasó según ya es tradición y leyenda de esta zona, con la única diferencia que, según cuenta mi hermana, ella ofreció gran resistencia al abrazo, a los besos y a todo lo que, contra su voluntad, estaba sucediendo.
Regresó a casa con el vestido lleno de tierra y, llorando, nos contó lo que le había pasado. Mi padre quiso tomar la escopeta y salir inmediatamente a cazar al monstruo. Pero mi hermana se lo impidió, al alejarse había observado que el ave (o lo que fuera) volaba alto en dirección a los cerros, donde seguramente tendría su nido.
Mi hermana, la Eli, salvo el revolcón y el vestido sucio, no presentaba daños visibles. Mi madre le aconsejó que tratara de olvidar. Pero ella se negó terminantemente; se notaba que había quedado obsesionada con ese tema. Al día siguiente, casi al terminar el almuerzo (justo cuando la abuela puso sobre la mesa una fuente con uva) la Eli, que hasta entonces había permanecido callada y taciturna, prometió que encontraría a ese monstruo y acabaría con él. (Así lo anunció) Después tomó un racimo de moscatel y comenzó a comerlo con la mirada perdida en el parral que se ve por la ventana.
Desde esa misma noche, y a pesar de nuestras recomendaciones y ofrecimientos de acompañarla, (que ella ha rechazado terminantemente) mi hermana, la Eli, después de cenar, sale sola a caminar por los oscuros callejones de la finca. Dice no tener miedo, tal vez porque va armada con un gran cuchillo.
Hasta ahora no ha logrado encontrarse con la misteriosa criatura voladora, pero siempre regresa a casa con una sonrisa que indica que ya, que casi, casi, que ese momento de la dulce venganza esta ahí, al alcance de la mano.
R. Antolín - Abril 23 del 2009

lunes, 7 de diciembre de 2009

Mi segundo encuentro con Keith Richards - Homenaje a un Grande.


Mi segundo encuentro con Keith Richards fue ayer, por la mañana. El primero, el que permitió que nos conociéramos y forjáramos nuestra amistad, fue hace unos dos años. Ese día, recuerdo, yo acababa de demorarme en la vereda de una disquería buscando en unas bateas de ofertas un cd de Ricky Maravilla. De pronto, a una cuadra, frente a un hotel grande y lujoso, veo un gentío que ocupaba la vereda y parte de la calle.
– Acá pasó algo – me dije, acercándome.
– ¿Qué pasó? – le pregunté a uno.
– ¡Los Rollings, ya llegan los Rollings! – me contestó el tipo, entusiasmado y mirando hacia la calle.
– ¿Los Rollings?, ¿los de verdad? – pregunté -, yo soy rolinga de la primera hora – recordé, empezando a gritar y a saltar: - ¡Los Rollings y Perón, un solo corazón! ¡Los Rollings y Perón, un solo corazón!
Una mujer me miró con asco, y eso me llevó a cambiar la arenga:
- ¡El que no salta es un Beatle! ¡El que no salta es un Beatle! – grité dando saltos y haciendo la sonrisa de Jagger con los dedos índice y pulgar.
Pero nadie alcanzó a seguir mi iniciativa, en ese momento una larga limousine se detuvo frente a la puerta del hotel y todos se abalanzaron sobre ella. Varios policías tomados de las manos, apartaron y retuvieron a la gente manteniendo un pasillo por donde los Rollings podrían pasar.
El primero que bajó fue Mick Jagger. Era como lo había visto en las revistas: flaco y feo y con una boca inmensa que sonreía permanentemente. Miró hacia todos lados sin ver a nadie. La gente gritaba enloquecida y algunas chicas parecían desmayarse. Sin dejar de sonreír, Mick saludó levantando una mano y pasó rápidamente al interior del hotel.
Ron Wood y Charlie Watts bajaron casi juntos, se acomodaron un poco la ropa y respondiendo al griterío con una sonrisa y también levantando las manos, entraron al hotel.
En el largo y oscuro automóvil quedaba uno.
- ¡Falta Keith Richards! – dijo una chica mordiéndose las uñas.
En ese momento bajó Keith. Era viejo y feo, como los otros, pero era más simpático y se veía que sonreía con más sinceridad.
Se detuvo en la vereda mientras la gente, alucinada, empujaba a los policías, tratando de tocarlo.
- ¡Hey Keith, hey Keith! – empecé a gritar yo, aprovechando que, por mi altura, él podía verme bien.
Keith me escuchó y me miró. Enfocó en mí esa mirada cetrina que conserva, a pesar de las arrugas, y me sonrió. Allí se forjó nuestra amistad.
- Mon amí, mí siente mucha satisfexion de verte – le dije gritando y tratando de que me entendiera.
Keith me guiñó un ojo, levantó una mano con el pulgar hacia arriba y luego, bajando la vista, entró al hotel seguido de un griterío infernal. Pero ya éramos amigos, allí había más de doscientas personas y al único que Keith había mirado a los ojos y saludado así era a mí. Yo sabía que no olvidaría mi rostro, como yo tampoco olvidaría el suyo.
Eso fue hace unos dos años, y el segundo encuentro, como ya dije, fue ayer, en Plaza Once.
Yo venía por la vereda de Rivadavia y me detuve a mirar unas medias que vendían a tres pares por dos pesos. Estaba por pedir rebaja, porque las que tengo ya están medio transparentes, cuando giré la cabeza y lo vi.
Era Keith, Keith Richards. Venía caminando por la vereda en mi dirección, con toda naturalidad, como si fuera uno más.
En seguida noté que estaba allí de incógnito. Se había puesto un largo y viejo abrigo y calzaba unas alpargatas algo desflecadas, pero su cabellera alterada y sus ojos brillantes y pícaros eran inconfundibles. Era él, a mí, a su amigo, no podría engañarlo nunca.
- ¡Keith, mon amigo! - le dije acercándome a abrazarlo.
Keith se detuvo y se dejó abrazar sin hablar, seguramente para que su idioma no lo delatara ante los transeúntes.
- Keith, soy yo, el del hotel, allá, cuando viniste con tus amigos, hace unos años, ¿te acordás? – le susurré al oído, recordando su condición clandestina.
Pero Keith no contestó; guardaba silencio mientras me miraba, seguramente recordando los buenos tiempos pasados desde que nos conociéramos.
- Keith, ¿cuándo llegaste? ¿estás de cayetano? ¿Alguna minita, tal vez? – le pregunté en voz baja, pegándole un codazo cómplice.
- ¿Qué te pasa, pibe? ¿Sos trolo? – me preguntó de pronto en un perfecto castellano. Reconozco que, a pesar de ser su amigo, ignoraba que dominara nuestro idioma, pero en ese momento recordé que una estrella internacional debe estar preparada para comunicarse en cualquier país.
- ¡Ehhhh, Keith, me extraña!, ¿ahora no me conocés? Hacé memoria, vos llegaste en la limousine al hotel, ¿te acordás de eso?, ¿y quién estaba ahí, eh? ¿Quién estaba? Dale, pensá,... Papá estaba, yo estaba, ¿me ubicás ahora?, el flaco, alto, que estaba atrás, ¿te acordás que me miraste y me hiciste así, con la mano?
La mirada de águila de Keith seguía escudriñándome en silencio. Su disfraz era perfecto y nadie de los que allí estaban sospechaba que ese hombre con aspecto de cartonero, era el guitarrista de rock más famoso del mundo.
- ¿Tomamos un café? – le pregunté.
- No, café no, pagame un pancho, estoy cagado de hambre – dijo cambiando su parca actitud.
Caminamos hasta un carrito cercano y le compré un pancho. Lo miré mientras comía con avidez; podía advertirse cómo disfrutaba con esas simplezas que su habitual vida de super famoso le privaba.
- Pagame otro, esto no llena a nadie – me dijo.
Compré otro pancho y se lo alcancé.
- ¿Un vinardo, tal vez,... para bajar los panchos? – le sugerí.
Arrugó un poco más su cara; por un instante pensé que me decía que no, pero aún masticando, dijo:
- Si hay blanco, mejor, el tinto me hace eructar – y para demostrar lo que acababa de decir, Keith eructó ruidosamente.
- ¿Ves? – dijo -, de sólo nombrarlo ya me cayó mal.
Pedí un vaso de vino blanco y se lo alcancé. Mientras devoraba el segundo pancho, alternado con tragos de vino, le pregunté:
- ¿Estás parando en el Sheratton? ¿Y los otros vagos? ¿Vinieron con vos?
Como estaba masticando no me contestó inmediatamente, pero me hizo una seña juntando tres dedos hacia arriba.
- Ya sé, te dejo comer tranquilo, no te calentés – le dije.
Los autos y la gente pasaban y pasaban y yo pensaba si alguno se imaginaría siquiera que allí, en esa plaza tan conocida y tan argentina, estaba uno de los más famosos músicos de la historia del rock mundial. Debía admitir que Keith estaba casi irreconocible y yo, de no ser por la amistad que nos unía, también podría haberlo dejado pasar. Era un Dios, pero con esas ropas y comiendo un pancho, casi, casi, era un mortal más.
- ¿Cómo anda la viola? ¿Siempre le seguís dando? No vayás a largar, mirá que vos sos bueno - le dije cuando lo vi limpiarse la boca con la manga del saco.
Keith, por toda respuesta, escupió sobre la vereda y se rascó enérgicamente el ombligo.
- Un bicho – dijo, para disimular.
Pude adivinar que sus manos ardían por darle un zarpazo al diapasón, y comenzar a celebrar nuestro re encuentro con el riff de Brown Sugar.
- Bueno, pibe, me voy, gracias por los panchos – dijo él, dándome a entender que quería seguir su camino solo.
Nos abrazamos allí, entre el gentío que esperaba los colectivos. Y así, sin una palabra de despedida, nos miramos a los ojos... y Keith se fue.
Lo miré alejarse por la vereda hasta que su desgarbada figura, la silueta más rockera del mundo, se perdió al llegar a la esquina.
Lo imaginé tomando un taxi y pidiéndole al conductor que lo lleve hasta el Hotel Sheratton. ¿Qué cara pondría el taxista? ¿Llevar un cartonero hasta el Sheratton? ¿Lo reconocería finalmente, al recibir los euros que Keith sacaría de un abultado fajo, escondido en su raído sacón? No podré saberlo nunca. Esta mañana temprano, en uno de esos tantos aviones que salieron del aeropuerto, Keith Richards regresó a su mundo de fama y música. Estoy seguro que, cuando esté con Paul Mc Cartney o algún otro de sus amigos, tomando un cervezón con papitas y aceitunas - a lo grande, como son ellos - les va a contar:
- En la Argentina traté de pasar de incógnito, me disfracé y salí a la calle. Pero no lo logré, me reconoció un amigo, haceme acordar que le mande una tarjeta para Navidad.

Rubén Antolín Heredia - 2008