A veces, en el verano, a la tardecita, cuando estoy con mis hermanos, jugando a la pelota en el patio, corriendo las gallinas para que entren al gallinero, o simplemente mirando los autos que pasan por la ruta, me acuerdo del Tío Esteban. Él sabía llegar los sábados a esa hora, poco antes de que se pusiera el sol. Desde lejos conocíamos el ruido de su moto Gilera 150. Nos mirábamos y, en cuanto alguno gritaba: - ¡El Tío Esteban! –, ya salíamos todos, hasta mis hermanas, a la orilla de la ruta a verlo llegar.
Entraba por la tranquera y estacionaba su moto cerca de la puerta de la casa, rodeado de todos nosotros. Recuerdo que atrás del asiento llevaba un cajoncito de madera atado con una soga. Ahí siempre traía verduras y frutas para nosotros, y una damajuana de vino tinto, para el papá. También traía una caja de cartón con el grabador y como diez casetes. Y una vez trajo una gallina recién muerta. La había atropellado con la moto, la pelamos y la comimos al otro día.
En verano venía siempre de camisa blanca y pañuelo al cuello. Recién bañado y afeitado y todavía con olor a jabón. El Tío tenía más de treinta años, pero era menor que mi mamá. Una vez nos contó que tenía un hermano que era policía y vivía en la ciudad de Mendoza, pero a ése nosotros, los chicos, nunca lo conocimos.
Era muy bueno con nosotros. A veces, cuando había cobrado en la finca donde trabajaba, nos traía caramelos masticables para los cuatro varones y pastillas de menta para mis dos hermanas, la Tita y la Renata. Para mi mamá no traía nada de esas cosas ricas, porque era su prima y, además, porque era grande, pero siempre le decía a la Tita que le convidara de sus pastillas.
Mi papá, además de ser pariente, era muy amigo del Tío Esteban. Los dos eran hinchas de Boca y del Club Pedal, así que, cuando escuchaban los partidos por la radio, nunca discutían. El Tío sabía tocar un poco en la guitarra de mi papá y a veces entre los dos cantaban una tonada que decía:
- Quien te amaba ya se va... supuesto que otro ha venido...
Siempre cantaban eso. Otras veces jugaban al truco, pero mi papá siempre perdía porque, como tomaba vino, se olvidaba de jugar bien. El Tío no, porque él sólo tomaba cerveza, y no mucha porque abría una sola botella y de ahí le convidaba a mi mamá.
El Tío Esteban vivía en la finca donde trabajaba, a unas dos leguas de nuestra casa. Era una finca grande que en la entrada tenía un portón de hierro marrón y unos nogales. Yo eso lo sé porque él nos contó, pero nosotros nunca fuimos hasta su casa.
Para fin de año el Tío llegaba temprano y se ocupaba de hacer el asado o lo que fuéramos a comer. Una vez nos trajo petardos y unas cañitas voladoras. Me acuerdo que con una de esas cañitas casi se prende fuego el techo del gallinero. Mi papá no se enojó mucho porque a esa hora ya había tomado bastante y me parece que no se dio cuenta. Y porque el que había traído las cañitas voladoras era el Tío Esteban.
Siempre se quedaba a dormir en la cama que mi mamá le había armado en la lavandería, esa piecita que nosotros llamábamos “la despensa”, porque tenía la pileta y las canillas para lavar, pero ahí se guardaban todas las cosas de comer. Mi mamá siempre lavaba la ropa en un fuentón, en el patio.
Después de cenar, nos poníamos todos a mirar la película que pasaban por la televisión, y en los cortes, durante la propaganda, aprovechábamos para hacer chistes y reírnos de cualquier cosa. Todos menos el papá, que para esa hora ya estaba casi dormido en la silla; hasta que mi mamá y el Tío Esteban lo ayudaban a llegar hasta la cama y lo dejaban ahí, durmiendo.
Cuando había luna, los más chicos salíamos al patio a cazar sapos. No los tocábamos con la mano para que no nos salieran verrugas. Tampoco los matábamos, los agarrábamos de una pata con la pinza y los tirábamos al canal, para que nadaran.
También cazábamos bichitos de luz y los refregábamos en las manos o en la cara, para que brillaran en lo oscuro. A mí me daba lástima y un poco de asco, pero era lindo jugar así.
El Tío se quedaba adentro, con mi mamá y mis hermanas, y cuando terminaba la película, escuchaban la música del radio grabador. Él fue el que le enseño a bailar a la Tita, y también a la Renata, aunque la Tita aprendió primero porque como ya tenía quince años, pronto la iban a dejar ir a los bailes y quería estar preparada. A veces nosotros los imitábamos en la puerta, bailando como ellos y matándonos de risa. El Tío tenía un casete que se llamaba: “Enganchado para bailar”. Ése era el que más nos gustaba a nosotros, porque era largo y divertido. En una parte, el que cantaba preguntaba:
- ¿Quieeeén... se ha tomado todo el vino?
Y nosotros desde afuera, gritábamos fuerte:
- ¡El papá!
Pero el papá no nos escuchaba, estaba re dormido.
A veces, cuando al atardecer hacía mucho calor, nos bañábamos en el canal. Nosotros, los varones, que éramos todos chicos, sabíamos nadar re bien, hasta en contra de la corriente; pero mis hermanas, no. El Tío quiso enseñarles, la Renata aprendió a flotar enseguida, pero se la llevaba la corriente y había que ayudarla a salir. Y la Tita, de tonta nomás que era, siempre se hundía, tragaba agua y salía tosiendo para la orilla.
Recuerdo que una noche yo había tomado mucha agua con la comida, porque a mi mamá se le había pasado la sal en el arroz, y después, de postre, entre todos nos habíamos comido las dos sandías que había traído el Tío. Me desperté con unas ganas bárbaras de hacer pichí. Aunque estaba acostumbrado a andar en lo oscuro, al ver que todos estaban durmiendo, me dio un poco de miedo salir hacia el pasillo que daba al baño. La ventana estaba abierta y entraba un poco de claridad de la luna. Sin hacer ruido, salí al patio por ahí y caminé hasta la esquina de la casa. Quería hacer pichí en unas plantas de flores que mi mamá había puesto en ese lugar. Como iba descalzo me aparté un poco para no salpicarme los pies.
Entonces fue cuando casi me muero de miedo. A cinco metros de donde yo estaba, mi hermana Tita salió de la ventana de la piecita donde dormía el Tío Esteban y caminó alejándose de mí, rodeando la casa, sin verme. Yo primero me asusté porque no me había dado cuenta de quién era, pero después la conocí por el camisón claro que usa para dormir.
Al otro día no dije nada, no entendía mucho lo que pasaba, y como no veía nada distinto en la forma en que se trataban todos, empecé a pensar que seguramente mi hermana se habría quedado escuchando música con el Tío, se le hizo tarde y para que no la retaran, volvió a su pieza entrando por la ventana. Después de todo ella tenía sólo quince años y el Tío más de treinta. Novios no iban a ser, con tantos años de diferencia.
El Tío siguió viniendo, como siempre, los sábados a la tardecita, a veces con regalos, cuando había cobrado, pero siempre de buen humor y listo a hacernos reír con sus ideas.
Una tarde, cuando llegué de la escuela, entré a la cocina y encontré a mi mamá y a mi hermana, la Tita, sentadas y llorando. Lo primero que pensé fue que le había pasado algo a mi papá, aunque de día toma muy poco para poder trabajar. Pero antes de que alcanzara a preguntar me corrieron de la cocina, otra vez al patio. Mis hermanos que estaban sentados al borde del canal, con la Renata, me llamaron. A ellos ya los habían corrido cuando quisieron saber qué pasaba y me preguntaron si yo había alcanzado a averiguar algo.
Mi papá estaba en el potrero del fondo de la finca. Seguro que él sabría lo que había sucedido y nos lo diría. Hacia allá salimos todos, los cuatro varones y la Renata.
Papá estaba con la horquilla haciendo una parva de pasto en el medio del potrero. Cuando nos vio llegar se preocupó al ver nuestras caras serias, pero más se preocupó cuando le dijimos que mamá y la Tita estaban encerradas en la cocina, llorando.
Salió corriendo hacia la casa con nosotros atrás, tratando de alcanzarlo.
Llegó y entró a la cocina. Nosotros nos quedamos sentados en la pila de ladrillos que hay al lado del canal, esperando. Un rato más tarde, mi papá salió muy serio, fue hasta la bomba, se lavó la cara y volvió a entrar. Yo me fui por un costado de la casa a ver si podía averiguar qué hacía. Lo vi por la ventana de su pieza cuando sacó la escopeta de arriba del ropero, le sopló la tierra que tenía, la quebró por la mitad y le puso adentro dos cartuchos.
Cuando salió de la casa, yo ya estaba junto a mis hermanos, sentados en los ladrillos, cerca del bordo del canal. Sin decir una palabra, mi papá subió a su bicicleta y salió por la orilla de la ruta, con la escopeta en la mano.
- Seguro que va a cazar una liebre – dijo Pedrito, el más chico.
- O una vizcacha – dijo Omar, el que le sigue.
Esa noche, bien tarde y mientras todos dormían, yo escuché desde mi cama cuando el papá volvía y se acostaba sin cenar.
Mi hermana, la Tita, ahora tiene un nene; un nene chiquito y de cachetes gordos que se llama Manuel y que nació poco después de que empezaran las clases; por eso este año la Tita no va a ir a la escuela y lo va a pasar criándolo, para que el año que viene ya esté grandecito y ella pueda volver a estudiar.
Mi papá sigue tomando vino, aunque me parece que un poco más que antes; y mi mamá, siempre al lado de la Tita, sólo sonríe cuando tiene el niño en brazos.
Nosotros, los varones, los días sábados a la tarde, como de costumbre, jugamos en el patio del frente de la casa. Algunas veces jugamos a la pelota y otras veces a la escondida o a la mancha. Mientras tanto mis hermanas le ayudan a mi mamá a hacer el pan en el horno que hay atrás de la casa. Arriba, en los carolinos grandes, las palomas arrullan mientras se acomodan para dormir. A veces, por la ruta, pasa una moto, y todos nos miramos. Aunque ninguno dice nada, todos nos acordamos del Tío Esteban, que nunca, nunca más, volvió a visitar la casa.