jueves, 18 de febrero de 2010

LA TARDE DE TADEO

José nunca fue mi amigo, de eso estoy seguro.
- ¿Qué hacés, tontito? - me dijo una vez.
- No me llamo tontito, me llamo Tadeo - corregí.
- Ya lo sé, pero sos tontito - insistió -, y yo te voy a llamar así.
Recuerdo que más tarde le pregunté a mi abuela si era cierto que yo era tontito, como decía José.
-No, m’hijito,... estás un poco enfermo... de acá - dijo tocándome la cabeza -, por eso hay cosas que no entendés muy bien.
José se rió mucho cuando le expliqué que lo mío era solamente una enfermedad de la cabeza y, para terminar la conversación a su manera, me pegó un cascotazo en la rodilla.
Siempre fue así de malo conmigo. Recuerdo que yo tenía una perrita. De nombre le había puesto Nelly, y era bastante inteligente porque enseguida aprendió varias cosas. Una vez iba jugando con ella por enfrente de la finca grande del italiano y apareció él. Estaba escondido en un cañaveral en el borde del canal.
-¿Cuál de los dos es el perro? - preguntó riéndose como hacía siempre que me encontraba, dándose tiempo para pensar qué nueva maldad podía ensayar conmigo. Como yo no le contesté y quise seguir mi camino empezó a tirarme hondazos a mí y a la Nelly y así nos llevó corriendo hasta el almacén del cruce.
-¿Cuánto es dos más dos? - me preguntó en otra oportunidad. Como yo sabía la respuesta y él me había estado tratando de ignorante, le contesté con seguridad:
-Cuatro.
-Bueno, tomá cuatro entonces - dijo sacando una media llena de arena y pegándome cuatro cachiporrazos.
No me dolieron mucho, pero la media se rompió y se me llenó de arena todo el pelo y la ropa. Mi abuela se enojó mucho y me mandó a lavarme la cabeza en la bomba del patio. Eso fue en invierno porque recuerdo que el agua salía tibia, pero igual pasé mucho frío mientras me secaba.
Yo a José le llevaba un año, pero él era mucho más alto y más grande. Empezamos juntos la escuela pero cuando repetí primer grado por segunda vez mi abuela no quiso mandarme más.
- Es inútil - sentí que le dijo a mi abuelo esa noche -, tratá de enseñarle a trabajar en la finca, al menos que te ayude un poco...
Mi abuelo no contestó. Casi nunca contestaba pero yo adiviné que al día siguiente tendría que madrugar.
Y empecé a trabajar. Con la pala, con el azadón, con la tijera de podar, atando viña, regando, cosechando... Y mi abuelo poco a poco, al ver que yo iba aprendiendo, se fue quedando en la casa. Ahora todo lo hago yo,... de eso sí me di cuenta... Mientras tanto, José seguía yendo a la escuela. Y por más que yo trataba de evitarlo, tarde o temprano me lo encontraba en el callejón de la finca o en la calle. Y siempre lo mismo: encontrarlo era tener un problema. ¡Claro, él sabía que yo no iba a pelearlo! Una sola vez me animé y me hizo sangrar la nariz y el labio de abajo. Peleaba muy bien, o al menos mejor que yo.
Él pasaba con esa bicicleta roja (ésa, la que está apoyada en el tamarindo grande) y en cuanto me veía empezaba a sonreír. Yo sabía que estaba pensando qué cosa hacerme para divertirse. Cuando podía y lo veía venir de lejos, me escondía o me escapaba. Pero él tenía una gran habilidad para aparecer de golpe, sin hacer ruido, y en esos casos si yo corría me tiraba hondazos desde atrás. Muchas veces me agarraba porque yo me quedaba escondido para verlo pasar y me descubría.
Lo que yo quería ver era la bicicleta... ¡Cómo me gusta esa bicicleta!... Con esos hilos de todos colores en el guardabarros trasero... (me dijeron que son para que no se meta la pollera de las mujeres entre los rayos)... ¡Roja y con el asiento blanco!... ¡Y con el manubrio forrado en cinta verde y amarilla!... ¡Creo que debe ser la bicicleta más linda del mundo!... Y él la tenía... Se la regaló la madre cuando pasó de grado... Pensar que la única vez que me la prestó fue para probar conmigo unas boleadoras que había hecho con dos huesos de caracú y un hilo de albañil. Uno de los huesos me pegó en el codo y me dejó un bordito hasta el día de hoy... Yo no lloré. Nunca lloré por las cosas que me hizo. Dice mi abuela que de chico tampoco lloraba, ni siquiera cuando tenía hambre.
Mi mamá sí, ella sí lloraba. Ahora no está, se fue a Buenos Aires a trabajar en una fábrica de ropa. A veces escribe y manda muchos besos para mí. Mi abuela me lee las cartas. Mi abuelo no, igual que yo, él tampoco sabe leer.
Una de las peores cosas que me hizo José y que creo que nunca le perdoné fue en Navidad, hace tres años. La Nelly nunca se alejaba de mí. Ese día yo estaba regando y, no sé cómo, me agarraron las hormigas rojas, que pican fuertísimo. Me senté en una compuerta con los pies en el agua, a la vez que sacudía las alpargatas tratando de despegarlas. En ese momento la Nelly ladró y salió corriendo un pichón de liebre que se había levantado después de aguantar todo lo que pudo mojándose en el alfalfar. Por los ladridos supe que iba en dirección a la calle, pero no me preocupé. La liebre, aunque sea pichona, siempre es más ligera que un perro bajito como la Nelly.
Me quedé esperando y maldiciendo mi suerte que me había hecho parar justo sobre el hormiguero. En eso estaba cuando escuché como si fueran tiros,... cada vez más cerca,... y entre tiro y tiro los aullidos de la Nelly que se acercaba desesperada. Pasó junto a mí a toda la velocidad que le permitían sus cortas patas llevando atada a la cola una ametralladora de petardos, de esas que se tiran en las fiestas de fin de año. A lo lejos las carcajadas de José hacían volar las palomas de las acacias. La Nelly no volvió nunca más.
Y la última me la hizo el domingo pasado. No sé cómo se habrá enterado de que yo había empezado a ir a la iglesia de los rusos. Es lindo ir ahí. Yo no entiendo mucho lo que dicen, pero todos tienen cara de buena gente. Además, me dan siempre algo de comer y hay muchos muchachos y chicas de mi edad. Ellos son casi todos rubios y usan camisas blancas y pantalones oscuros. Las chicas creo que también son rubias, pero todas llevan un pañuelo que les tapa el pelo y no se puede saber... Son todos buenos conmigo y no se ríen como José cuando pregunto algo.
- A vos esto te viene muy bien - me dijo el Pastor.
Y la verdad es que tiene razón porque, desde que voy a ese lugar, los fines de semana no me resultan tan aburridos como antes, cuando me quedaba en casa a escuchar los partidos de fútbol por la radio con el abuelo. Para colmo nunca sabía cuando gritar un gol, porque el abuelo jamás me dijo de qué cuadro era y yo siempre tenía miedo de hacerlo enojar.
Y así fue que empecé a ir a la iglesia de los rusos... para ver lo que hacían, distraerme un poco y sobre todo porque, como queda lejos y para el otro lado, ahí no me iba a encontrar con José...
Pero él se enteró. El domingo pasado, como decía, después de comer unas empanadas que hizo la abuela en el horno, me lavé bien en la bomba y me puse el pantalón de salir y una camisa del abuelo que él no usa porque el cuello le queda chico, y salí para la iglesia. Todo iba bien y ya casi me había olvidado de José cuando oí detrás el tic-tic del piñón de su bicicleta.
- ¿Adónde vas? - me preguntó poniéndose a mi derecha y haciéndose el bueno... ¡Cómo si no lo conociera!
- A la iglesia de los rusos - contesté sin mirarlo.
- ¡Qué bien, qué bien! ¡Qué chico educadito! - dijo con ironía, agregando luego de un instante de duda: - Tomá, llevales este regalo a los rusos.
Detuvo la bicicleta y estiró su brazo ofreciéndome una bolsa de papel. Como estaba arrugada pude notar que eran huevos. No me hizo falta tocarlos para saber que esos huevos estaban podridos y que, en cuanto me los metiera en el bolsillo, él me los iba a reventar de un golpe. Ahora que lo pienso, tendría que habérselos recibido y tirado ahí nomás entre las pichanas.
- No, gracias - le dije esquivándolo, aunque sabía que aquello recién empezaba.
El primer huevo me lo erró y se rompió contra la tierra del bordo de la acequia. Empecé a correr. Ya estaba cerca de la entrada de la iglesia y allí no se animaría a seguirme. Pero él venía en bicicleta y con la bronca seguramente tenía más fuerzas para pedalear. Me alcanzó cuando faltaban cinco metros para el puente donde se entra a la iglesia. El huevo me pegó en la nuca y se reventó chorreándome la espalda por debajo de la camisa. El olor me hizo dar una arcada y casi vomito las empanadas allí mismo. José, mientras tanto, se había parado a unos pocos metros y levantaba su brazo derecho tratando de apuntar bien para tirar el tercer y último huevo. Me lo tiró a los pies. Me erró, pero me salpicó los zapatos.
El Pastor, que justo venía llegando, lo corrió y me hizo entrar, así hediondo como estaba, a la casa. Me hicieron lavar y me prestaron una camisa blanca como las de ellos y luego de limpiarme los zapatos, me quedé a escuchar al Pastor. Eso sí, parado en el fondo de la iglesia, donde corría un poco de aire.
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Hoy hace calor. Traté de dormir la siesta, pero las moscas no me dejaron; el abuelo no quiere cerrar nunca la puerta de la casa durante el día y las moscas se meten y se paran en la cara. Por eso me levanté y aprovechando que tenía el pantaloncito puesto me vine a bañar al canal.
Yo conozco este pozo mejor que nadie porque cuando hay que limpiar los canales, esta parte me toca a mí. Acá el agua hace un remolino del lado izquierdo de la compuerta grande y saca toda la arena del fondo.
Siempre me tiré directamente de cabeza, pero hoy, como todavía estaba con sueño, me metí despacio, nadando desde la orilla. Menos mal, justo en el remolino me pegué en la cintura con un tronco hundido. Lo debe haber arrastrado el agua y al llegar a esta parte honda se quedó. Es bastante grande y, por lo áspero, creo que debe ser un sauce.
Salí a la orilla a mirarme el raspón que tengo en las costillas. No es mucho, tuve suerte... Corté una hoja de caña y me puse a hacer un barquito como me enseñó mi mamá antes de irse a Buenos Aires.
En eso estaba, sentado en el suelo y con los pies en el agua, cuando sentí la risa de José. Me quedé frío a pesar del calor. Estaba en el puentecito que cruza sobre la compuerta. Había dejado la bicicleta ahí, donde está ahora, apoyada en el tamarindo grande y se había acercado sin hacer ruido. Comenzó a sacarse la ropa y a colgarla de ese saucecito que está allí, sobre el terraplén.
- ¿Cómo te va? – me dijo, como siempre, haciéndose el santito.
- Bien – le contesté sin mirarlo a los ojos.
- Che, ¿sabés que nunca me había dado cuenta de lo blanquitas que tenés las piernas?... Me parece que nosotros vamos a empezar a llevarnos bien...
No le contesté ni lo miré, pero sentí que me había puesto colorado.
- Enseguida vamos a hablar de eso, antes me voy a bañar un poco - dijo subiéndose al travesaño más alto de la compuerta y preguntando desde allí: - ¿Dónde está lo más hondo?
Lo miré mientras mis manos crispadas de nervios rompían poco a poco el nunca inaugurado barquito de caña y escuché que mi boca le contestaba:
- Ahí, en el remolino...
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Ahora no sé qué voy a hacer. Quizá lo mejor sería dar unas vueltas en la bicicleta. Ya deben ser cerca de las cuatro. Pronto tendré que irme, hoy tengo que cortar los yuyos de abajo de los ciruelos. Sí, deben ser cerca de las cuatro porque acaba de sonar la sirena de la fábrica de Jaime Prats llamando a la gente que entra a esa hora. La próxima sirena marcará las cuatro en punto... Será mejor que no lo piense más y me dé unas vueltas en bicicleta ahora. Después la dejo donde está y corro a trabajar antes de que el abuelo despierte. Ya no tiene sentido que me quede acá. Hace más de media hora que José se zambulló en el remolino y no sale... Y no sale...

2º Premio Certamen Literario Nacional 1990 “BERISSO, CAPITAL DEL INMIGRANTE”, La Plata, Provincia de Buenos Aires
Del Libro "La Tarde de Tadeo" y otros cuentos. (Editado)

2 comentarios:

Walter G. Greulach dijo...

Me gustaría saber que jurado te robó el primer premio, porque es un cuentazo hermano.
Las descripciones, la sicologia del personaje, el final, todo está muy bien trabajado. Da placer leerlo.
Un abrazo Ruben...W.G.G

eduardo dijo...

Aunque mas no sea uno se hace la idea, de que por lo menos un hijo de puta de este planeta se mato, porque nunca les pasa nada, buen final y resarcimiento para el pobre Tadeo. Cuantos Tadeos habra en el mundo, por dios.