miércoles, 10 de marzo de 2010

AMOR UNILATERAL

Le habló de ese sol mendocino que lo había visto nacer, allá, en el oeste del país que los dos habitaban; ese sol amarillo, circular y caliente – tan igual y a la vez tan distinto al de las otras provincias - que hacía brotar los viñedos y resaltaba el blanco de la nieve en esas montañas que ella no conocía y soñaba conocer algún día. Y de pronto, sin aviso previo, le dijo por primera vez que la había amado desde el mismo momento en que entró a esa casa y la vio.          
Le contó luego, alejándose del tema para volver con nuevas ideas, de sus recientes viajes por los mares del Caribe, describiendo las costumbres lugareñas, las arenas blancas, las palmeras y hasta el olor suave de los mejillones que jamás había comido ni conocido, pues nunca se había movido de su tierra natal. Y le dijo que la había amado con locura desde el mismo momento en que entró a esa casa y la vio.
Le habló de su adolescencia opaca, siempre trabajando la finca de su padre, y estudiando para llegar a ser lo que hoy era: un profesional reconocido en su ciudad. Y le mentía en todo lo que decía y hasta en lo que olvidó decir. Pero no le mintió luego, cuando, bajando la mirada, pero manteniendo el tono sincero, le repitió que la había amado desde el mismo momento en que entró  a esa casa y la vio.
Regresó hasta su niñez, casi olvidada, pero recordada ahora nítidamente en anécdotas tiernas y distantes que a ella le arrancaron una sonrisa; y fue ahí cuando nuevamente, sin darle oportunidad de retroceder en el descuido, le dijo que la había amado desde el mismo momento en que entró  a esa casa y la vio.
Relató cuando, antes de dejar la escuela primaria, empezó a cantar en el coro de la iglesia, siendo el más destacado; hasta que empezó a cambiar la voz y tuvo que dejar su lugar a una niña. Y de qué modo ese cambio coincidió con el momento en que dejó de creer en Dios. Allí ella lo interrumpió, diciéndole que ella tampoco creía, pero arriesgando: - ¿y en el Gauchito Gil? -. Y allí él dijo que sí, que en el Gauchito Gil sí, y como ella aclaró que había preguntado sin motivo porque en realidad tampoco creía en el Gauchito Gil, se rectificó diciendo que había querido decir justamente eso, que no creía. Iba a seguir cuando ella recordó:
-      - El que le consiguió trabajo a Carlos fue San Cayetano -. Y entonces él reconoció lo mucho que siempre había apreciado a ese santo. Y antes que la confusión fuera mayor, se apartó del tema, la miró a los ojos, y le dijo otra vez que la había amado desde el mismo momento en que entró  a esa casa y la vio.    
Sin ánimo de comparar, le contó de su primera novia, mejorándola tanto que llegó a desconocerla, al punto de nombrarla dos veces con distinto nombre y nunca con el verdadero. Ella lo escuchaba, quemándolo con esos ojos sanos que lo habían cautivado para siempre, y eso era lo que importaba porque le hacía mantener allí, al alcance de su mano, una pequeñísima y tibia esperanza, y fue entonces cuando, para que quedara claro, le dijo que la había amado desde el mismo momento en que entró  a esa casa y la vio. 
Recordó y suavizó algunos desengaños intrascendentes, sin darles importancia pero dejando sentado que alguna vez había amado y que esa tristeza que hoy traía en la mirada, bien podría ser causa de esos amores unilaterales que, sin notarlo, lo habían lastimado, acotando para terminar con ese tema y pasar al que realmente importaba, que sólo a ella la había amado así, incondicionalmente, desde el mismo momento en que entró  a esa casa y la vio. 
Le contó otra vez el porqué de su llegada a esa ciudad, por esos trámites judiciales que habían concluido a la hora de arribar, y cómo, milagrosamente, al saber que no tendría pasaje de regreso hasta dos días después, había encontrado el teléfono de Carlos, su viejo amigo del servicio militar. Y al recibirle el centésimo mate, le rozó la mano con un gesto de disculpa y sin poder escapar de sus ojos le pidió que lo perdonara, que actuaba así porque, como tal vez ya había dicho, la había amado desde el mismo momento en que entró  a esa casa y la vio.
Repasó cómo había encontrado la casa, el chico que jugaba con su perro en la vereda y que le había señalado: - ahí vive Carlos, con su esposa -. Y cómo, al llamar a la puerta, la había visto por primera vez y para siempre y la había amado, aún sabiéndola irremediablemente ajena. Luego, la tortura feliz de compartir con ella esas horas que pasaron hasta la tarde, cuando Carlos regresó de su trabajo y al verlo, contento con el reencuentro, le pidió que se quedara a dormir. Los nervios, los “no quiero molestar”, “sólo pasaba a saludarte” y finalmente el “bueno, me quedo, pero hace calor, yo me tiro en cualquier parte, no se hagan problemas”. Y antes de seguir recordando lo sucedido y lo no sucedido, pensó que tal vez ella aún no sabía, o no había advertido, que él la había amado desde el mismo momento en que entró  a esa casa y la vio, y por eso se lo repitió.
En un momento, ella pareció querer acotar algo sobre su situación de mujer casada, pero él ignoró lo poco que alcanzó a escuchar, la silenció con un gesto y siguió rememorando - como contándose a sí mismo, porque le dolía ese recuerdo tan reciente y tan intenso - cuando, aún de noche, a la madrugada, mientras Carlos desayunaba silenciosamente, sin encender otra luz que la de la cocina, y él continuaba acostado en el colchón que le habían puesto en el comedor, en la penumbra, la vio salir de su habitación hacia el baño, como un ángel, casi desnuda, apenas con una pequeña prenda blanca, metiéndose definitivamente hasta la última de sus neuronas, quemando y tirando las cenizas de todos los recuerdos viejos y haciendo que la amara, si eso fuera posible, aún más de lo que la había amado desde el mismo momento en que entró  a esa casa y la vio.
Y luego, cuando Carlos se fue y el ruido de la cerradura lo dejó desamparado y sin excusas, ese incendio pavoroso y sin remedio que quedó ardiendo en su cabeza durante los pocos minutos que demoró en levantarse y caminar hasta esa puerta blanca detrás de la cual estaba ella y todos los “no” del Universo. Esos “no” tan justificados, tan asombrados y tan certeros, que no le dolieron al escucharlos, porque era lo que iba a buscar. Sabía que estaban allí, y que en ese lugar no había ningún “sí” para él. Y sin embargo abrió esa puerta y en la oscuridad se sentó en esa cama, aún tibia, por el hombre que momentos antes se había marchado a trabajar, dejándolo solo, durmiendo o simulando dormir, pero solo en esa casa, donde también dormía o simulaba dormir ese cuerpo dorado y descalzo que momentos antes había visto entrar y salir del baño, indiferente y tal vez sin imaginar que él podría estar despierto, allí, en la penumbra de ese comedor. Y la sorpresa de ella, al sentir que alguien se sentaba en su cama, las preguntas asustadas, las tontas respuestas de él tratando de explicar lo loco que estaba y lo avergonzado que se sentía y dándole gracias a Dios que allí en la oscuridad no se veía lo rojo que debía estar su rostro. Y todas esas disculpas que no disculpaban nada, “perdoname”, “no sé qué me pasó”, “no tengo excusas, soy un tarado”, “Carlos no se merece que yo haga esto” y el silencio de ella mientras se retiraba y volvía a cerrar la puerta, sin haberle dicho – porque, aun siendo lo más importante, en la turbación lo había olvidado - que la había amado desde el mismo momento en que la vio. Pero ya era tarde y ya traía, pesándole en los brazos, todos los “no” que había ido a buscar. La vergüenza se acostó a su lado y allí esperó el amanecer mirando el techo negro que poco a poco se fue aclarando con el sol que entraba por la ventana. Luego se vistió y simulando leer un diario de ayer, esperó que ella se levantara. Cuando esos ojos se acercaron y lo miraron con un gesto de renovado asombro, sólo atinó a bajar la mirada y decir: - Perdoname, me voy a ir enseguida…
-          - Pero… ¿qué te pasó? No entiendo nada -  dijo ella.
Y fue entonces cuando él - aprovechando que ella, en lugar de darle una cachetada, se había dado vuelta para poner la pava sobre la cocina encendida - tratando de suavizar el momento, empezó a hablar sin rumbo sobre otras cosas, remontándose hacia un pasado que no ayudaría a entender su delirante proceder, pero le daba tiempo para pensar qué decir sobre eso. Y fue ahí cuando le habló de ese sol mendocino que lo había visto nacer, allá, en el oeste del país que los dos habitaban; ese sol amarillo, circular y caliente – tan igual y a la vez tan distinto al de las otras provincias - que hacía brotar los viñedos y resaltaba el blanco de la nieve en esas montañas que ella no conocía y soñaba conocer algún día. Y le dijo por primera vez que la había amado desde el mismo momento en que entró  a esa casa y la vio.          
Y siguió hablando durante toda la mañana, tratando de atenuar y disimular la vergüenza que subía a su rostro cada vez que su monólogo rozaba el instante en que abrió esa puerta blanca que estaba allí, a pocos metros, separándolos de esa cama aún tibia donde él había soñado hacer realidad sus febriles fantasías y - si eso fuera posible - quedarse para siempre hasta morir de amor. Y cada tanto, cuando ella detenía las tareas de la casa y lo miraba con esa mirada calma y buena que lo confundía sin variar de brillo, sin poder y sin intentar evitarlo, retornaba a recordarle una y otra vez que la había amado desde el mismo momento en que entró  a esa casa y la vio.            
Al mediodía, mientras almorzaban, hizo un alto forzoso en su monólogo amoroso, pero inmediatamente después y antes del café que ella le sirvió, retornó al detallado relato de vivencias y emociones pasadas, cercanas y presentes. Repitió con más precisión alguna de las charlas anteriores, cuidándose de terminar esos párrafos explicando con su simple vocabulario lo grande, lo hermoso y lo claro de ese amor instantáneo que lo había atrapado para siempre en el mismo momento en que entró a esa casa y la vio. Y fue entonces cuando reflexionó que el pasado ya no podía aportar nada y, en puntas de pie, para no pisar ninguna ilusión suya y mucho menos – si la hubiera – una ilusión de ella, pasó por encima de ese presente que lo miraba avergonzado y se fue allá lejos, hasta el más remoto futuro que pudo imaginar. Y le dijo, recurriendo a sus últimas armas y sin tiempo de medir ni repensar nada:
-          - Algún día vas a cumplir cien años, yo sé que vas a llegar a esa edad…
Ella lo miró fijamente, sorprendida. Antes de que preguntara, él siguió:
-             - Ese día, cuando cumplas cien años y toda tu vida haya quedado atrás, te vas a acordar de lo que pasó esta mañana aquí. Y te vas a arrepentir. Sí, te vas a arrepentir, porque aunque ahora sientas que estás haciendo lo correcto, que soy un loco oportunista, empecinado en derribar con palabras todas las barreras de tu honra, la vida y los años cambian el modo de ver las cosas. El tiempo habrá pasado, de uno u otro modo habrá pasado, y esa posibilidad de agregar un poco de felicidad a tu vida - ésta que hoy estás dejando pasar - se habrá perdido allá lejos, en un pasado añejo en el que sólo quedarán este tipo de recuerdos…  Los que viviste… y los que te negaste a vivir… Yo no importo,… no importo ahora ni importaré en ese momento – y seguramente ya no estaré en este mundo - pero en esa larga vida tuya que puedo predecir, yo habré sido, yo soy y seré, vivo o muerto, el que más te habrá amado… Y me rechazaste… Ahora es el presente, ahora estoy acá… Cada vez más loco, cada vez más vacío de palabras… y cada vez más enamorado…
Ambos se quedaron en silencio, sentados junto a esa mesa, mirando sin ver el mantel floreado, manchado en partes con la vergüenza que a él se le había ido derramando mientras hablaba, arriesgando todo en esas palabras desesperadas que habían salido así, libradas a su propio albedrío y tal vez, sólo tal vez, acercándose un poco al corazón que quería habitar. Ella, sumida en el mismo silencio espeso y natural, apenas alternado desde la mañana con unas pocas frases que no denotaban el impacto de lo que escuchaba; y él en el silencio incómodo y expectante del que al callar, con ese gesto definitivo, se siente desprotegido y duda y teme que las palabras no hayan sido las debidas, las suficientes ni las exactas para evidenciar y hacer creíble ese amor sincero e incurable que lo había atrapado para siempre esa mañana, al entrar a esa casa.
Cuando, pasados unos minutos, el tic tac del reloj de pared y los latidos de sus corazones se aunaron para formar un estruendo insoportable que hizo volar las palomas de los techos y obligó a los vecinos a cerrar sus ventanas, él se decidió, se puso de pie, tomó su bolso y, con tono apenas audible y sin mirarla, dijo: 
-          - Me voy.
-          - ¿Por qué? – preguntó ella inmediatamente, recordando su propia voz y sin moverse de su silla.
Lo sorprendió la pregunta, pero la miró y dijo:
-          - Si me quedo,… la noche va a llegar, y va a pasar. Y va a llegar la mañana… Carlos se va a ir… y todo ocurrirá absolutamente igual…
Ella se demoró un instante que para él duró siglos; repasó (o no) todo lo escuchado esa mañana, cerró sus propias ventanas, tratando de oscurecer en algo la claridad de sus pensamientos y luego, cerrando por primera vez esos ojos claros y buenos que esa mañana, al abrirle la puerta, habían ingresado tan adentro de su corazón, susurró: - No será igual…

Rubén Antolín Heredia - 27 de Septiembre de 2013
    

      

3 comentarios:

Walter G. Greulach dijo...

Hermoso, con una cadencia arrulladora. Un abrazo Ruben...

Anónimo dijo...

Muy bueno, me gusta cuando hay una verdad que trasciende las palabras bonitas. Me encanto. Saludos.

Jose luis Pereyra dijo...

Una bella historia ..con la cadencia del relato serrano ,cargado de fantasía,ilusión y de fondo la trascendencia mas allá de lo trascendental de una verdad muy armoniosamente relatada .Un abrazo Rubén.