Le habló de ese sol mendocino que lo había
visto nacer, allá, en el oeste del país que los dos habitaban; ese sol
amarillo, circular y caliente – tan igual y a la vez tan distinto al de las
otras provincias - que hacía brotar los viñedos y resaltaba el blanco de la
nieve en esas montañas que ella no conocía y soñaba conocer algún día. Y de
pronto, sin aviso previo, le dijo por primera vez que la había amado desde el
mismo momento en que entró a esa casa y la vio.
Le contó luego, alejándose del tema para
volver con nuevas ideas, de sus recientes viajes por los mares del Caribe,
describiendo las costumbres lugareñas, las arenas blancas, las palmeras y hasta
el olor suave de los mejillones que jamás había comido ni conocido, pues nunca
se había movido de su tierra natal. Y le dijo que la había amado con locura desde
el mismo momento en que entró a esa casa y la vio.
Le habló de su adolescencia opaca, siempre
trabajando la finca de su padre, y estudiando para llegar a ser lo que hoy era:
un profesional reconocido en su ciudad. Y le mentía en todo lo que decía y
hasta en lo que olvidó decir. Pero no le mintió luego, cuando, bajando la
mirada, pero manteniendo el tono sincero, le repitió que la había amado desde
el mismo momento en que entró a esa casa
y la vio.
Regresó hasta su niñez, casi olvidada, pero
recordada ahora nítidamente en anécdotas tiernas y distantes que a ella le
arrancaron una sonrisa; y fue ahí cuando nuevamente, sin darle oportunidad de
retroceder en el descuido, le dijo que la había amado desde el mismo momento en
que entró a esa casa y la vio.
Relató cuando, antes de dejar la escuela
primaria, empezó a cantar en el coro de la iglesia, siendo el más destacado;
hasta que empezó a cambiar la voz y tuvo que dejar su lugar a una niña. Y de qué
modo ese cambio coincidió con el momento en que dejó de creer en Dios. Allí
ella lo interrumpió, diciéndole que ella tampoco creía, pero arriesgando: - ¿y
en el Gauchito Gil? -. Y allí él dijo que sí, que en el Gauchito Gil sí, y como
ella aclaró que había preguntado sin motivo porque en realidad tampoco creía en
el Gauchito Gil, se rectificó diciendo que había querido decir justamente eso,
que no creía. Iba a seguir cuando ella recordó:
- - El que le consiguió trabajo a Carlos fue San
Cayetano -. Y entonces él reconoció lo mucho que siempre había apreciado a ese
santo. Y antes que la confusión fuera mayor, se apartó del tema, la miró a los
ojos, y le dijo otra vez que la había amado desde el mismo momento en que
entró a esa casa y la vio.
Sin ánimo de comparar,
le contó de su primera novia, mejorándola tanto que llegó a desconocerla, al
punto de nombrarla dos veces con distinto nombre y nunca con el verdadero. Ella
lo escuchaba, quemándolo con esos ojos sanos que lo habían cautivado para
siempre, y eso era lo que importaba porque le hacía mantener allí, al alcance
de su mano, una pequeñísima y tibia esperanza, y fue entonces cuando, para que
quedara claro, le dijo que la había amado desde el mismo momento en que
entró a esa casa y la vio.
Recordó y suavizó algunos desengaños
intrascendentes, sin darles importancia pero dejando sentado que alguna vez
había amado y que esa tristeza que hoy traía en la mirada, bien podría ser
causa de esos amores unilaterales que, sin notarlo, lo habían lastimado,
acotando para terminar con ese tema y pasar al que realmente importaba, que
sólo a ella la había amado así, incondicionalmente, desde el mismo momento en
que entró a esa casa y la vio.
Le contó otra vez el porqué de su llegada a
esa ciudad, por esos trámites judiciales que habían concluido a la hora de arribar,
y cómo, milagrosamente, al saber que no tendría pasaje de regreso hasta dos
días después, había encontrado el teléfono de Carlos, su viejo amigo del
servicio militar. Y al recibirle el centésimo mate, le rozó la mano con un
gesto de disculpa y sin poder escapar de sus ojos le pidió que lo perdonara,
que actuaba así porque, como tal vez ya había dicho, la había amado desde el
mismo momento en que entró a esa casa y
la vio.
Repasó cómo había encontrado la casa, el
chico que jugaba con su perro en la vereda y que le había señalado: - ahí vive
Carlos, con su esposa -. Y cómo, al llamar a la puerta, la había visto por
primera vez y para siempre y la había amado, aún sabiéndola irremediablemente
ajena. Luego, la tortura feliz de compartir con ella esas horas que pasaron
hasta la tarde, cuando Carlos regresó de su trabajo y al verlo, contento con el
reencuentro, le pidió que se quedara a dormir. Los nervios, los “no quiero molestar”,
“sólo pasaba a saludarte” y finalmente el “bueno, me quedo, pero hace calor, yo
me tiro en cualquier parte, no se hagan problemas”. Y antes de seguir
recordando lo sucedido y lo no sucedido, pensó que tal vez ella aún no sabía, o
no había advertido, que él la había amado desde el mismo momento en que
entró a esa casa y la vio, y por eso se
lo repitió.
En un momento, ella pareció querer acotar
algo sobre su situación de mujer casada, pero él ignoró lo poco que alcanzó a
escuchar, la silenció con un gesto y siguió rememorando - como contándose a sí
mismo, porque le dolía ese recuerdo tan reciente y tan intenso - cuando, aún de
noche, a la madrugada, mientras Carlos desayunaba silenciosamente, sin encender
otra luz que la de la cocina, y él continuaba acostado en el colchón que le
habían puesto en el comedor, en la penumbra, la vio salir de su habitación hacia
el baño, como un ángel, casi desnuda, apenas con una pequeña prenda blanca,
metiéndose definitivamente hasta la última de sus neuronas, quemando y tirando
las cenizas de todos los recuerdos viejos y haciendo que la amara, si eso fuera
posible, aún más de lo que la había amado desde el mismo momento en que
entró a esa casa y la vio.
Y luego, cuando Carlos se fue y el ruido de
la cerradura lo dejó desamparado y sin excusas, ese incendio pavoroso y sin
remedio que quedó ardiendo en su cabeza durante los pocos minutos que demoró en
levantarse y caminar hasta esa puerta blanca detrás de la cual estaba ella y
todos los “no” del Universo. Esos “no” tan justificados, tan asombrados y tan
certeros, que no le dolieron al escucharlos, porque era lo que iba a buscar.
Sabía que estaban allí, y que en ese lugar no había ningún “sí” para él. Y sin
embargo abrió esa puerta y en la oscuridad se sentó en esa cama, aún tibia, por
el hombre que momentos antes se había marchado a trabajar, dejándolo solo,
durmiendo o simulando dormir, pero solo en esa casa, donde también dormía o
simulaba dormir ese cuerpo dorado y descalzo que momentos antes había visto
entrar y salir del baño, indiferente y tal vez sin imaginar que él podría estar
despierto, allí, en la penumbra de ese comedor. Y la sorpresa de ella, al
sentir que alguien se sentaba en su cama, las preguntas asustadas, las tontas
respuestas de él tratando de explicar lo loco que estaba y lo avergonzado que
se sentía y dándole gracias a Dios que allí en la oscuridad no se veía lo rojo
que debía estar su rostro. Y todas esas disculpas que no disculpaban nada,
“perdoname”, “no sé qué me pasó”, “no tengo excusas, soy un tarado”, “Carlos no
se merece que yo haga esto” y el silencio de ella mientras se retiraba y volvía
a cerrar la puerta, sin haberle dicho – porque, aun siendo lo más importante,
en la turbación lo había olvidado - que la había amado desde el mismo momento
en que la vio. Pero ya era tarde y ya traía, pesándole en los brazos, todos los
“no” que había ido a buscar. La vergüenza se acostó a su lado y allí esperó el
amanecer mirando el techo negro que poco a poco se fue aclarando con el sol que
entraba por la ventana. Luego se vistió y simulando leer un diario de ayer, esperó
que ella se levantara. Cuando esos ojos se acercaron y lo miraron con un gesto
de renovado asombro, sólo atinó a bajar la mirada y decir: - Perdoname, me voy
a ir enseguida…
- - Pero… ¿qué te pasó? No entiendo nada - dijo ella.
Y fue entonces cuando él - aprovechando que
ella, en lugar de darle una cachetada, se había dado vuelta para poner la pava
sobre la cocina encendida - tratando de suavizar el momento, empezó a hablar sin
rumbo sobre otras cosas, remontándose hacia un pasado que no ayudaría a
entender su delirante proceder, pero le daba tiempo para pensar qué decir sobre
eso. Y fue ahí cuando le habló de ese sol mendocino que lo había visto nacer,
allá, en el oeste del país que los dos habitaban; ese sol amarillo, circular y
caliente – tan igual y a la vez tan distinto al de las otras provincias - que
hacía brotar los viñedos y resaltaba el blanco de la nieve en esas montañas que
ella no conocía y soñaba conocer algún día. Y le dijo por primera vez que la
había amado desde el mismo momento en que entró
a esa casa y la vio.
Y siguió hablando durante toda la mañana, tratando
de atenuar y disimular la vergüenza que subía a su rostro cada vez que su
monólogo rozaba el instante en que abrió esa puerta blanca que estaba allí, a
pocos metros, separándolos de esa cama aún tibia donde él había soñado hacer
realidad sus febriles fantasías y - si eso fuera posible - quedarse para
siempre hasta morir de amor. Y cada tanto, cuando ella detenía las tareas de la
casa y lo miraba con esa mirada calma y buena que lo confundía sin variar de
brillo, sin poder y sin intentar evitarlo, retornaba a recordarle una y otra
vez que la había amado desde el mismo momento en que entró a esa casa y la vio.
Al mediodía, mientras almorzaban, hizo un
alto forzoso en su monólogo amoroso, pero inmediatamente después y antes del café que ella le sirvió,
retornó al detallado relato de vivencias y emociones pasadas, cercanas y
presentes. Repitió con más precisión alguna de las charlas anteriores,
cuidándose de terminar esos párrafos explicando con su simple vocabulario lo
grande, lo hermoso y lo claro de ese amor instantáneo que lo había atrapado
para siempre en el mismo momento en que entró a esa casa y la vio. Y fue
entonces cuando reflexionó que el pasado ya no podía aportar nada y, en puntas
de pie, para no pisar ninguna ilusión suya y mucho menos – si la hubiera – una
ilusión de ella, pasó por encima de ese presente que lo miraba avergonzado y se
fue allá lejos, hasta el más remoto futuro que pudo imaginar. Y le dijo,
recurriendo a sus últimas armas y sin tiempo de medir ni repensar nada:
- - Algún día vas a cumplir cien años, yo sé que
vas a llegar a esa edad…
Ella lo miró fijamente, sorprendida. Antes
de que preguntara, él siguió:
-
- Ese
día, cuando cumplas cien años y toda tu vida haya quedado atrás, te vas a
acordar de lo que pasó esta mañana aquí. Y te vas a arrepentir. Sí, te vas a
arrepentir, porque aunque ahora sientas que estás haciendo lo correcto, que soy
un loco oportunista, empecinado en derribar con palabras todas las barreras de
tu honra, la vida y los años cambian el modo de ver las cosas. El tiempo habrá
pasado, de uno u otro modo habrá pasado, y esa posibilidad de agregar un poco
de felicidad a tu vida - ésta que hoy estás dejando pasar - se habrá perdido
allá lejos, en un pasado añejo en el que sólo quedarán este tipo de recuerdos… Los que viviste… y los que te negaste a
vivir… Yo no importo,… no importo ahora ni importaré en ese momento – y seguramente
ya no estaré en este mundo - pero en esa larga vida tuya que puedo predecir, yo
habré sido, yo soy y seré, vivo o muerto, el que más te habrá amado… Y me rechazaste…
Ahora es el presente, ahora estoy acá… Cada vez más loco, cada vez más vacío de
palabras… y cada vez más enamorado…
Ambos se quedaron en silencio, sentados
junto a esa mesa, mirando sin ver el mantel floreado, manchado en partes con la
vergüenza que a él se le había ido derramando mientras hablaba, arriesgando
todo en esas palabras desesperadas que habían salido así, libradas a su propio
albedrío y tal vez, sólo tal vez, acercándose un poco al corazón que quería
habitar. Ella, sumida en el mismo silencio espeso y natural, apenas alternado desde
la mañana con unas pocas frases que no denotaban el impacto de lo que escuchaba;
y él en el silencio incómodo y expectante del que al callar, con ese gesto
definitivo, se siente desprotegido y duda y teme que las palabras no hayan sido
las debidas, las suficientes ni las exactas para evidenciar y hacer creíble ese
amor sincero e incurable que lo había atrapado para siempre esa mañana, al
entrar a esa casa.
Cuando, pasados unos minutos, el tic tac del
reloj de pared y los latidos de sus corazones se aunaron para formar un
estruendo insoportable que hizo volar las palomas de los techos y obligó a los
vecinos a cerrar sus ventanas, él se decidió, se puso de pie, tomó su bolso y,
con tono apenas audible y sin mirarla, dijo:
- - Me voy.
- - ¿Por qué? – preguntó ella inmediatamente,
recordando su propia voz y sin moverse de su silla.
Lo sorprendió la pregunta, pero la miró y
dijo:
- - Si me quedo,… la noche va a llegar, y va a
pasar. Y va a llegar la mañana… Carlos se va a ir… y todo ocurrirá
absolutamente igual…
Ella se demoró un instante que para él duró
siglos; repasó (o no) todo lo escuchado esa mañana, cerró sus propias ventanas,
tratando de oscurecer en algo la claridad de sus pensamientos y luego, cerrando
por primera vez esos ojos claros y buenos que esa mañana, al abrirle la puerta,
habían ingresado tan adentro de su corazón, susurró: - No será igual…
Rubén Antolín Heredia - 27 de
Septiembre de 2013
3 comentarios:
Hermoso, con una cadencia arrulladora. Un abrazo Ruben...
Muy bueno, me gusta cuando hay una verdad que trasciende las palabras bonitas. Me encanto. Saludos.
Una bella historia ..con la cadencia del relato serrano ,cargado de fantasía,ilusión y de fondo la trascendencia mas allá de lo trascendental de una verdad muy armoniosamente relatada .Un abrazo Rubén.
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