martes, 14 de abril de 2009

Mano Propia - cuento


Había una vez un lejano país donde la justicia por mano propia era, no sólo lícita, sino obligatoria, ya que no existía otro tipo de castigo a los infractores.
Una mañana un hombre se acercó a otro, en plena calle, y le dijo:
-          Acabo de matar a mi vecino.
El otro lo miró un instante y le respondió:
-          Entonces eres un asesino, y mereces morir.
Acto seguido, sacó un gran cuchillo que llevaba en la cintura y lo mató.
Como nunca había matado a nadie, unos minutos después se sintió algo agobiado. Esa tarde tenía programada una consulta a su psicólogo y allí, entre otras cosas, le confió esa muerte. El profesional lo escuchó pacientemente desde el diván donde estaba recostado.
-          Te hubiera costado mucho superar este problema - le dijo agregando: -, pero según se desprende de tus palabras, eres un asesino... y ya sabes que aquí eso tiene una sola pena,... ésta... –  dijo.
A continuación le pegó un tiro en el pecho.
Unas noches después, mientras festejaba junto a sus colegas el Día Nacional del Psicólogo, ayudado por unos vasos de buen vino, olvidó el secreto profesional y le contó a uno de sus compañeros de mesa lo sucedido en su consultorio. Su amigo lo escuchó en silencio y no dijo nada. Estaba evaluando esas palabras, buscando el origen de ese drama en lo poco que conocía de la infancia de su compañero. No sabremos si lo descubrió, pero esa madrugada, al reencontrarse a solas con su colega, en el estacionamiento, le clavó un tenedor en el cuello.
Mientras se retiraba, a modo de disculpa - y de despedida - y aún sabiendo que el otro no lo escucharía, le dijo
-          No hubiera podido dormir sin haber hecho justicia.
Esa misma noche su esposa lo encontró algo nervioso y desganado, y preocupada más por su desgano que por sus nervios, le preguntó:
-          ¿Te sucede algo?
-          Tuve que matar a un hombre... – le confió él, esperando una nueva pregunta que diera lugar a las largas explicaciones comunes en su profesión.
Pero ella no preguntó nada, lo esperó a que se durmiera y le puso un fuerte veneno en el vaso de agua que él tomaba al levantarse. Unas horas después de la salida del sol, era viuda.
Esa misma tarde, después de tomar el té con un grupo de amigas – reunión esta en la que charló mucho – sus compañeras discutieron y finalmente echaron a suerte el privilegio de ejecutar a la reciente viuda. La beneficiada, con una sonrisa radiante, eligió la estrangulación con un fino pañuelo de seda, propiedad de la asesina. Ese método, de paso, les daba algo de participación a sus amigas que tendrían que sostenerla por manos y piernas.
Efectuado el justiciero acto todas se retiraron a buscar a sus mejores amigas - que obviamente no eran esas - para anticiparles:
-          Te tengo que confiar algo que nadie debe saber... – y contar lo sucedido dando lugar a sucesos similares a los relatados.
Algunos aseguran, probablemente con el propósito de dramatizar la anécdota, que el primero de la serie había mentido o se refería a algo sucedido en un inocente juego de Internet. Lo cierto es que dos meses más tarde la ciudad estaba totalmente deshabitada y en sus calles, como en las viejas películas del lejano oeste, sólo circulaban los cardos rusos. Todos se habían ido matando así, unos a otros, con plena justificación, con pocas precauciones y sin ningún remordimiento. En sus veredas silenciosas sólo se podía ver pasar, una o dos veces al día, en busca de comestibles, o alguna revista para llevar al baño, al mudo Sosa, el único que no había podido contar a nadie que él también había matado a un hombre.


Rubén Antolín - 22/11/04

domingo, 5 de abril de 2009

Había una vez...

Había una vez una mujer
que tenía prohibido enamorarse.
Podía emborracharse de placer, mentir amores
y arder en llamas en cada madrugada.
Decir que sí con la boca y con el cuerpo,
decir que no con el pecho y con el alma.

Romper con todo lo previsto y calculado
y conservar el corazón intacto.
Porque tenía prohibido enamorarse
y ella sabía respetar el trato.

Era muy bella, (lo dice quien lo sabe)
y era su risa un canto de sirenas.
Era muy fácil pensar en un mañana,
siempre sentado a la vera de su hoguera.

Ella sabía que lo tenía todo
y le bastaba con saberse amada,
No le importaba si morían por ella,
ni le dolía si la abandonaban.

Las ilusiones que se acercaban, cautas,
eran echadas sin compasión al fuego.
Nadie podía estremecer su alma.
(Nunca se supo que leyera un verso)

Pero ya dije: tenía prohibido enamorarse
y en esa ley se regía su destino.
Dejaba huellas de sangre en su camino
y no volvía la cabeza a ver sus muertos.

¡Pobre muchacha! El tiempo que pasó por tu vereda
pintó de gris el azabache de tus trenzas.
Ahora pasas por las tardes por mi calle.
Vas inclinada, como buscando tu inocencia,
y has olvidado para siempre mi promesa.

Rubén Antolín - del libro "Versos Diversos"