Había una vez un lejano país donde la
justicia por mano propia era, no sólo lícita, sino obligatoria, ya que no
existía otro tipo de castigo a los infractores.
Una mañana un hombre se acercó a otro, en
plena calle, y le dijo:
-
Acabo de matar a mi vecino.
El otro lo miró
un instante y le respondió:
-
Entonces eres un asesino, y mereces morir.
Acto seguido,
sacó un gran cuchillo que llevaba en la cintura y lo mató.
Como nunca
había matado a nadie, unos minutos después se sintió algo agobiado. Esa tarde
tenía programada una consulta a su psicólogo y allí, entre otras cosas, le
confió esa muerte. El profesional lo escuchó pacientemente desde el diván donde
estaba recostado.
-
Te hubiera costado mucho superar este problema -
le dijo agregando: -, pero según se desprende de tus palabras, eres un
asesino... y ya sabes que aquí eso tiene una sola pena,... ésta... – dijo.
A continuación
le pegó un tiro en el pecho.
Unas noches
después, mientras festejaba junto a sus colegas el Día Nacional del Psicólogo,
ayudado por unos vasos de buen vino, olvidó el secreto profesional y le contó a
uno de sus compañeros de mesa lo sucedido en su consultorio. Su amigo lo
escuchó en silencio y no dijo nada. Estaba evaluando esas palabras, buscando el
origen de ese drama en lo poco que conocía de la infancia de su compañero. No
sabremos si lo descubrió, pero esa madrugada, al reencontrarse a solas con su
colega, en el estacionamiento, le clavó un tenedor en el cuello.
Mientras se
retiraba, a modo de disculpa - y de despedida - y aún sabiendo que el otro no
lo escucharía, le dijo
-
No hubiera podido dormir sin haber hecho justicia.
Esa misma noche
su esposa lo encontró algo nervioso y desganado, y preocupada más por su
desgano que por sus nervios, le preguntó:
-
¿Te sucede algo?
-
Tuve que matar a un hombre... – le confió él,
esperando una nueva pregunta que diera lugar a las largas explicaciones comunes
en su profesión.
Pero ella no
preguntó nada, lo esperó a que se durmiera y le puso un fuerte veneno en el
vaso de agua que él tomaba al levantarse. Unas horas después de la salida del
sol, era viuda.
Esa misma
tarde, después de tomar el té con un grupo de amigas – reunión esta en la que
charló mucho – sus compañeras discutieron y finalmente echaron a suerte el
privilegio de ejecutar a la reciente viuda. La beneficiada, con una sonrisa
radiante, eligió la estrangulación con un fino pañuelo de seda, propiedad de la
asesina. Ese método, de paso, les daba algo de participación a sus amigas que
tendrían que sostenerla por manos y piernas.
Efectuado el justiciero
acto todas se retiraron a buscar a sus mejores amigas - que obviamente no eran
esas - para anticiparles:
-
Te tengo que confiar algo que nadie debe saber...
– y contar lo sucedido dando lugar a sucesos similares a los relatados.
Algunos aseguran, probablemente con el propósito de dramatizar la
anécdota, que el primero de la serie había mentido o se refería a algo sucedido
en un inocente juego de Internet. Lo cierto es que dos meses más tarde la
ciudad estaba totalmente deshabitada y en sus calles, como en las viejas
películas del lejano oeste, sólo circulaban los cardos rusos. Todos se habían
ido matando así, unos a otros, con plena justificación, con pocas precauciones
y sin ningún remordimiento. En sus veredas silenciosas sólo se podía ver pasar,
una o dos veces al día, en busca de comestibles, o alguna revista para llevar
al baño, al mudo Sosa, el único que no había podido contar a nadie que él también
había matado a un hombre.
Rubén Antolín - 22/11/04
1 comentario:
GUAU...POR PRIMERA VEZ HE QUEDADO SIN PALABRAS AL LEER UN BLOG...
MARAVILLOSA TU POESÍA...ES GENIAL HABER DESCUBIERTO UN POETA TAN PROFUNDO...ME TENDRÁS SEGUIDO POR AQUÍ...
CARICIAS DE POETA PARA TI...
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