Acá
siempre es así. Invierno y verano; siempre igual. Seguramente el lugar más
aburrido del mundo. A la tardecita, cuando el sol pasa detrás de la alameda, se
puede salir y sentarse acá. Antes no. Tal vez si acá, junto a la casa, hubiera
una enramada. Pero no hay. Cuando yo vine la casa estaba así, sin enramada. Y a
esta hora lo único que uno puede hacer es lo que hago, me siento acá a mirar
los cuises que entran y salen de sus cuevas, debajo de la pila de sarmientos.
Cuando me ven aparecer en la puerta, se esconden, pero al ratito se empiezan a
asomar y cuando ven que salgo solo, sin el gato, siguen comiendo ahí cerquita,
pero siempre mirando atentos.
Había
tres cuando llegué, el gato se comió uno y quedaron dos, a esos los distinguía
bien, uno era así, marroncito y el otro también, pero yo sabía cuál era cuál. Pero
ahora se ve que criaron o vinieron otros, porque se juntaron varios.
El
gato está adentro, durmiendo, y el perro, el Comenunca, está atrás, atado y
castigado por traer porquerías a la casa.
Por
ese camino de ahí no pasa casi nadie. Pasa el contratista de la Finca Grande, a
veces, y los mellizos Quiroga, que cortan totora en la laguna. Nadie más. En la
cosecha sí, ahí pasan los camiones con los cosechadores.
Yo
pienso que los caminos deben haber estado hechos desde siempre. Nadie se
pondría a cortar yuyos con el azadón para hacer un camino sin saber a dónde va
a salir. ¿Y si sale justo a un río? Ahí ya no puede pasar y el camino lo hizo
al pedo. Ahora los hacen de otro modo, porque ahora saben dónde están los
puentes, y desde lejos ya van mirando para salir justo ahí, donde se puede
pasar.
Allá
en la otra finca donde yo vivía, era más entretenido. Porque había más gente
cerca y el camino estaba parejito porque pasaban más autos. Me acuerdo que a
veces, en verano, pasaba un heladero que era medio maricón. ¡Qué manera de
comer helados!
Enfrente
de donde yo vivía, un poquito cruzando así, vivía Doña Eva, que era curandera y
adivinaba cosas. A mí me curó. Una vez que fui a verla, apenas me vio me dijo:
- Vos estás re empachado. Vení que te curo.
Me
llevó a una enramada donde colgaban muchos zapallitos, y me curó. Me midió el
empacho con una cinta y ahí le salió que estaba re mal. ¡Y yo no sabía nada que
estaba enfermo! Porque yo había ido a comprarle huevos, no a curarme. Pero me
cobró tres pesos por la curada y me quedé sin plata. Un rato más tarde, cuando
bajó el sol, me fui por la acequia y le robé algunos huevos de su gallinero. Eso
nunca lo adivinó.
La
verdad que acá me vendría bien tener una radio. Una como la que tiene el viejo
Julián, el padre de la Verónica, mi novia, que en paz descanse y Dios la tenga
en su santa gloria. Esa radio sí que estaba linda. Algún día me voy a comprar
una así y la voy a hacer llenar de tonadas y de música de acordeón. En el
pueblo deben vender, por ahí, en la terminal. Cuando junte unos pesos voy a ir
a ver si hay.
Ahora
viene agua por el canal. A lo mejor más tarde me meto un rato. Me acuerdo una
vez, cuando yo era chico, me estaba bañando en un canal y mi vieja me pasó un
jabón.
- Tomá,
lávate bien – me dijo.
Me
entró jabón en los ojos y de ahí le agarré idea. Nunca más. Pero acá casi no me
ensucio; trabajo los sábados para que el patrón vea que algo hago.
Ahora
que mencioné al patrón, me acordé, no sé por qué, cuando me dijo que me iba a
traer unas tablas para hacer un baño atrás de la casa. ¿Un baño? ¿Para qué
quiero yo un baño si acá estoy solo? Yo cago siempre allá atrás, a la sombra
del álamo grande. Después viene el Comenunca y se come todo. Al rato él va y
caga allá, donde empiezan las pichanas. Con eso y algún pedazo de pan duro se
mantiene. Y no está flaco, eh, pero tiene esa maña de desenterrar cosas y
traerlas acá, a la casa.
Ayer
nomás, a la tarde, me hizo una que no le perdono. Vino el patrón. Siempre viene
los sábados a la tarde y me trae yerba, azúcar, fideos y esas cosas. Plata, si
trae, es muy poca, siempre me dice que cargó nafta y se le terminó. Pero ayer,
apenas se bajó de la camioneta, ya vi que venía con mala cara.
- ¿Y
qué pasó con tu casamiento – me preguntó al ratito de llegar.
- Nada
– le dije -, no me caso nada. Ya le conté.
- ¿Y
la Verónica? ¿Tu novia? ¿Dónde está?
- ¿Yo
qué sé? Se fue. Se enojó y se fue.
- Sí,
ya sé. Eso me lo dijiste. Pero el padre fue al pueblo y pasó a verme. Dice que
la chica no volvió nunca a su casa.
- ¿El
viejo Julián? ¿Fue a verlo? – pregunté.
- Sí.
Ayer a la tarde. Pensaba que ella podía estar en mi casa. Como una vez fue a
ayudarle a mi señora a envasar tomates…
Yo
no dije más nada ni lo miré a la cara. Si se fue, se fue. Vaya a saber dónde
está. Y ahí el patrón preguntó:
- ¿Y
el traje que me hiciste comprar?
- Ahí
está, adentro – le dije.
- ¿Y
los zapatos y la camisa? – preguntó bajando la vista, y ahí me miró los pies y
volvió a preguntar extrañado -. ¿Te pusiste los zapatos para trabajar?
- Y…
sí… allá, en la compuerta que da a los perales, hay muchísimos retortuños y las
alpargatas tienen la punta rota, me pinchan los dedos, me acordé de los zapatos
y me vine a cambiar.
- Pero…
los mojaste y los embarraste todos… ¿sabés lo que costaron esos zapatos? –
preguntó.
Yo
sabía que me iba a salir con algo así. Al viejo sólo le importa la plata. Es
más agarrado que mano de trapecista.
- ¿Y
el traje? Un traje negro de corte italiano te elegiste. ¿Sabés lo que me costó?
Y al pedo; si no te casás me lo hiciste comprar al pedo. Ahora tengo que pagar
el traje, la camisa blanca y los zapatos. Me dijiste que te lo fuera
descontando, pero yo lo tengo que pagar todo junto. Y querías que te alquilara
un salón para el casamiento. Menos mal que me avisaste que no te casabas, si no
lo tendría que pagar igual.
- Y
bueno, yo le dije lo que pasó, la Verónica parecía que estaba embarazada – le dije.
- ¿Y
no estaba nada embarazada? ¿Entonces, por qué se fue?
- ¿Qué
sé yo? Usted la conoció. Era… quiero decir “es” re mal llevada. Se enojó, me
dijo: me voy, y se fue. Por ahí salió caminando – dije señalándole el camino.
Y
ahí fue cuando lo veo que aparece el Comenunca con algo en la boca. Venía de
allá, del lado del desagüe. Se paró mirándome, detrás del viejo, que seguía
hablándome del traje y ni se dio cuenta. Yo alcancé a ver que lo que traía el
perro en la boca era una mano de la Verónica, que en paz descanse y Dios la
haga una Santa. El muy hijo de puta había ido a escarbar allá, donde la
enterré. ¡Cómo si le faltara comida!
Me
agaché como a tocarme el zapato, para que el Comenunca creyera que iba a alzar
una piedra, y ahí pegó la vuelta y se fue a echar allá, junto a las pichanas.
- Mirá
– dijo el viejo -, si no vas a usar el traje, dámelo y veo si me lo reciben,
así achicamos la cuenta un poco.
Fui
adentro, corrí el gato que estaba durmiendo sobre el traje, y salí con él en la
mano.
- ¿Qué
le pasó? ¡Está lleno de pelos! ¡Esto no se puede devolver! – se quejó el viejo,
negándose a recibírmelo.
- El
gato de mierda ese, se le acuesta arriba, y ahora en verano parece que está
perdiendo el pelo. Usted quedó en traerme un roperito y como nunca me lo trajo,
no tengo dónde guardar las cosas – le recordé yo, aprovechando la ocasión.
- ¿Y
la camisa? – musitó el viejo.
- Es
esta, la que tengo puesta – le dije, tocando la tela acá, en el pecho.
Me
asusté al ver cómo se quedó tan callado y tan blanco. Sin saludar, pegó la
vuelta y subió a su camioneta.
Cuando
se fue, caminé hasta las pichanas, donde estaba el Comenunca. Ya se había
comido la mano de la Verónica y me miraba con un gesto de culpa. Lo agarré del
cuero del cogote y lo llevé hasta la cadena. Ahí quedó atado, castigado, por
traer porquerías a la casa.
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