domingo, 8 de noviembre de 2009

Cuento Cruel



Mi primo siempre me tuvo un poco de antipatía, pero desde que ambos salimos del hospital y yo comencé a moverme en silla de ruedas, ese sentimiento se acentuó. Ahora, intentando justificarlo o al menos entenderlo, se me ocurren varias explicaciones. Es posible que por haber sido yo sido quien manejaba el auto en el momento del accidente, en él hayan despertado viejos rencores no resueltos de nuestra infancia. Ignoro los términos exactos para definir las características psicológicas de su proceder, pero las cosas que comenzó a hacer a partir de ése, nuestro regreso a casa, fueron increíbles y hablan por sí solas. Cuando yo pasaba frente a él, moviéndome trabajosamente en esa pesada e incómoda silla metálica a la que nunca terminaría de acostumbrarme, podía sentir su mirada de odio en la nuca. Y podía escuchar las maldiciones que farfullaba entre dientes. Yo me volvía y lo miraba, tratando de parecer desafiante, aunque sabía que mi rostro nunca lograría expresar un resentimiento como el que emanaba de sus ojos malvados.
- Yo no tuve la culpa del accidente – le dije una vez.
- Yo no te echo la culpa de eso – contestó, parco, como siempre y manteniéndome su mirada fulminante.
Callé y bajé mis ojos. Ya sabía que los detalles del accidente no importaban demasiado ni justificaban su odio evidente. Había algo más, pero yo no lograba averiguarlo. Hice girar las ruedas de la silla y me alejé de allí; podía sentir su perversa mirada quemándome la espalda.
Una mañana de verano, él despertó antes que yo y aprovechó la oportunidad para tomar mi silla. Quería desarmarla. Afortunadamente mis padres escucharon los ruidos y le quitaron la silla cuando sólo había alcanzado a aflojar una de las ruedas. Recuerdo que mi padre le dio una fuerte bofetada que le hizo sangrar una herida del rostro en la que aún no habían cicatrizado los puntos. Él la soportó impávido mirando a mi padre con su odio eterno.
Cuando la silla estuvo nuevamente ajustada, mis padres me ayudaron a acomodarme en ella. Él, mientras tanto, permanecía allí cerca, en silencio y con su característico gesto de desprecio y aborrecimiento. Lo que más me torturaba de esa situación era que por más que pensaba y pensaba, no podía entender el motivo de tanto odio. Sólo había podido deducir que ese odio se había forjado después del accidente, cuando yo empecé a andar en la silla de ruedas, porque antes, si bien no éramos amigos, al menos nos saludábamos... y hasta salíamos ocasionalmente juntos, como la noche del accidente.
Finalmente, hoy me cansé de tanto rencor injusto y decidí salir a tomar aire al jardín. Me levanté temprano, tomé la silla y la dejé junto a la cama de mi primo. Que haga lo que quiera con ella. Después de todo, yo puedo caminar perfectamente, y a él le faltan las dos piernas.

Rubén Antolín Heredia

2 comentarios:

Walter G. Greulach dijo...

Muy lindo Ruben, con la simpleza de lo bello hermano...

turco dijo...

muy muy bueno rubén !! aunque a mí me hubiera gustado un remate donde los "herederos" en su afán inescrupuloso de quedarse con todo,hubiesen sido estafados o algo así ..jajaja.. ya leeré otros y te enviaré alguna "crítica"" .. un abrazo