sábado, 16 de enero de 2010

HAMBRE

















Rogelio no ha regresado. Salió anoche, a buscar comida.
– Algo voy a traer – dijo. Y salió, a la rastra, sobre los escombros.
Aquí hay mucha hambre. Mucha. Nunca imaginé que esto era tener hambre. Tantas veces dije – tengo hambre – cuando sólo tenía ganas de comer un poco, que ahora no sé qué palabra usar para nombrar este dolor incómodo que desde hace días me está quemando el estomago y los intestinos, pidiendo algo, cualquier cosa, pero algo.
Tenemos agua, poca, pero tenemos, y es una suerte, con hambre y sin agua ya estaríamos todos muertos. Una canilla gotea permanente allí, a pocos metros, entre las ruinas de lo que alguna vez fue el sótano de un edificio, que es donde estamos escondidos. Y allí, junto a esa canilla, por turno, vamos y venimos echándole líquido al estomago, a ver si ya se calma un poco.
Somos cuatro, éramos cinco con Rogelio, pero ya dije que anoche salió y no sé si debo seguir contándolo. Afuera está lleno de enemigos. Todos lo son. Antes sólo eran enemigos nuestros adversarios, los que llevan uniformes distintos a los nuestros y tiraban tiros hacia acá. Ahora todos, hasta los que quedaron del pueblo, tenemos la misma hambre mordiéndonos las entrañas. Y cuando uno tiene mucha, pero mucha hambre, así, como tenemos ahora, comienza a recordar que los humanos también estamos hechos de carne. Y eso es lo que está pasando, nos estamos comiendo entre nosotros. Hasta ahora sólo hemos comido de los muertos, cuando los hemos encontrado sin gusanos, o los hemos matado nosotros. Lo malo es que, cuando matas un hombre, debes comer todo lo que puedas, pero rápido. Porque el hombre, a las pocas horas, ya está podrido, y si lo comes te enfermas. Y ninguno de nosotros puede ya aguantar ni siquiera un resfrío.
Pero esto va a empeorar, no imagino cómo, pero va a empeorar. No hay quién venga a buscarnos y menos a traernos comida. Y el invierno se acerca, cada noche que pasa es más fría que la anterior.
El pueblo está destruido, el último bombardeo fue feroz. Nunca supe si fueron los nuestros o los de ellos. Pero ya sea que hayan sido unos u otros, a nosotros nos dieron por muertos y nos abandonaron a nuestra suerte.
Si queda algo de comer, está debajo de los escombros, pero el que se pone a levantarlos puede recibir un tiro, hasta de sus propios compañeros. Esto es una cacería y todos somos cazadores y piezas, a la vez.
Anoche, después que Rogelio se fue, tuvimos suerte: comimos un gato. Apareció inocentemente, maullando, seguramente con intenciones de tomar agua debajo de la canilla. Federico, que era el más cercano, con un zarpazo certero lo tomó del cuello y apretó fuerte. El gato entreabrió la boca y empezó a retorcerse. Pero la otra mano de Federico lo tomó de las patas traseras y lo tuvo así, estirado, hasta que los ojos, muy abiertos, se le empezaron a nublar de muerte. Después lo cuereó y repartió los pedazos.
- Es mala suerte – dijo Beltrán.
- Para el gato, sí... – contesté.
Todos reímos, con una risita nerviosa, triste y avergonzada, mirándonos desde detrás de las ojeras famélicas y mostrando los dientes sucios de sangre y miedo.
Entonces me di cuenta que hacía mucho que no reíamos. Y también hacía mucho, tal vez el mismo tiempo, que hablábamos sin mirarnos a la cara.
Ese gato oportuno tranquilizó nuestros vientres y pudimos dormir un poco.
………………………………………….
Alguien viene, se escucha el ruido. Viene a la rastra y hacia aquí; no se ve, pero debe ser Rogelio.
- Es Rogelio – me confirma Pedro, entusiasmado.
Rogelio asoma la cabeza en el agujero de entrada a nuestro escondite. Está pálido, pero esboza una sonrisa.
Lo arrastran hacia adentro y todos a la vez descubrimos que le falta una pierna, la derecha, desde la rodilla. Tiene una atadura de alambre de varias vueltas, que impide que salga sangre, y el corte está lleno de tierra y moscas que revolotean alrededor.
- Traje algo – dice Rogelio, metiendo la mano debajo de la campera.
Saca unas cajitas de maní con chocolate. Cinco, una para cada uno. Adivinamos que si encontró más, dejó sólo la cantidad justa y comió el resto. Y un paquete de arroz. Eso es todo lo que ha traído.
Devoramos el contenido de las cajitas y nos repartimos el arroz en las manos. La masticamos así y la vamos pasando con tragos de agua.
Cuando la comida se termina, alguien se acuerda de la pierna de Rogelio y le pregunta:
- ¿Qué te pasó ahí?
- Me encontré con un grupo. Son muchos, y no todos son soldados, también hay gente del pueblo. Están cagados de hambre, como nosotros. Me corrieron, allá, en las calles cercanas al puerto. Encontré una escalera de hierro que subía hasta una calle superior; iba subiendo con una buena ventaja cuando uno de ellos, con un azadón me dio un azadonazo en la rodilla. La pierna quedó colgando. Ahí el tipo tomó del zapato y empezó a tirar hacia abajo. Si caía me comían. Saqué el cuchillo y corté lo que quedaba en la herida de la pierna. Ahí se quedaron, peleando por mi carne, mientras yo escapaba, sangrando. Cruzando esa calle encontré un alambre y me hice este torniquete. Perdí sangre, pero no mucha. No mucha.
- Ya te repondrás – le dije -. Debes tomar mucha agua.
- Y lavarte… por las moscas – recomendó otro.
Pero Rogelio estaba muy cansado y sólo quería dormir. Se arrastró hasta el más lejano rincón de nuestro escondite y pocos minutos después estaba roncando.
………………………………………….
Y ahora estamos otra vez con hambre. Pronto va a amanecer, pero ninguno ha podido dormir. Creo que si alguien pasara cerca de nuestro escondite podría descubrirnos por el ruido de nuestros intestinos. Sólo Rogelio, que ya llegó bien comido, sigue inmóvil en su rincón. La pierna, en el corte, es un racimo de moscas. El resto seguimos con nuestro ritual, intercambiando el lugar junto a la canilla y orinando en el mismo pozo nauseabundo. Y como dije, con hambre, con mucha hambre. Es difícil hablar o pensar sobre otra cosa, acá la urgencia está en llenar la panza, como sea y con lo que sea. Como sea y con lo que sea… con lo que sea. Y pienso que pronto vamos a empezar a perder la calma y a pelear entre nosotros. Eso va a pasar: nos vamos a ir volviendo locos. Capaces de comernos entre nosotros. Todos,… locos de hambre. Todos,… menos Rogelio… que ya está empezado…
R.ANTOLIN - 2010

1 comentario:

Anónimo dijo...

¿Hombres o canibales? Sinceramente, y sin tirarte flores, me gusto tu cuento!! Me parece una idea interesante, y uno lo lee y retumba en su cabeza esta sola palabra: hambre... hambre... hambre...

Un abrazo maipucino: Omar A. Ochi