miércoles, 27 de enero de 2010

Niños en Venta (Un caso policial)


El dato que nos habían dado era creíble. En un barrio humilde de las afueras de la ciudad, se vendían niños. La persona que había llamado anónimamente nos había dejado el nombre de la calle y el número de la casa. Hacía pocos días que, debido a mi evidente capacidad observadora y a mis recomendaciones políticas, había sido designado al frente de la División Investigaciones. Ese caso parecía hecho a pedido para quedar bien con mis superiores y comenzar la que, con los años, llegaría a ser una gran carrera como detective policial.
Pedí un acompañante y, manejando personalmente uno de nuestros automóviles oficiales, nos dirigimos al lugar.
Media hora después llegamos al escenario de los hechos denunciados. Los niños que jugaban en la calle y en la vereda nos miraban pasar, extrañados de ver allí, en territorio de marginales, un automóvil de la policía. Podíamos adivinar que otras miradas, torvas y amenazantes, observaban nuestro desplazamiento desde las ventanas.
- ¿No será peligroso este lugar? – preguntó mi acompañante.
- Somos policías – le recordé -. Vivimos en peligro. Seguramente moriremos violentamente... algún día.
Bajó la cabeza y se cebó otro mate. Yo, mientras tanto y conduciendo a muy baja velocidad, no perdía detalle de lo que mis atentos ojos escudriñaban.
- Aquí es,... voy a bajar – dije confirmando la dirección que llevaba anotada en una libretita.
La casa era humilde. Sobre la vereda de tierra, cuatro niños descalzos nos miraban con los ojos muy abiertos.
Mi acompañante no decía nada, pero su silencio me contaba que trataba de ocultar su miedo.
- Vos te quedás en el auto observando si hay movimientos sospechosos en el vecindario. Si necesito ayuda, pedí refuerzos por la radio y recién después bajás a ayudarme – le indiqué.
Acomodé mi arma en la cintura y bajé del auto con gesto confiado. Sin mirarlos, pasé junto a los niños que estaban en la vereda. No era con ellos la cosa.
Me dirigí directamente a la puerta. Estaba abierta y cubría el espacio una cortina hecha con el tejido de una bolsa de las que se usan para envasar cebollas.
Antes que yo llegara a golpear las manos, la cortina se abrió y una mujer mal entrazada y mucho más mal peinada, salió a recibirme con gesto despectivo. En una de sus manos tenía un cuchillo y en la otra sostenía un pedazo de carne asada y fría a la que le cortaba pedacitos que iba comiendo.
- ¿Qué necesita? – dijo sin saludar, sin dejar de masticar y, lo peor, sin cerrar la boca. Entre otras calamidades, alcancé a contar tres dientes.
- Buenos días – dije -. Estamos investigando una denuncia. Se han denunciado algunos casos de venta de niños en esta zona. ¿Sabe algo de eso?
- ¿Y qué le hace pensar que yo puedo saber algo? – preguntó ella, ofendida y mirando con asco mi impecable uniforme azul.
- Nada en especial, le dije que estamos investigando. Interrogar es nuestro trabajo... y contestar es su deber, si es que sabe algo… – le recordé.
- No sé nada de eso – contestó ella, terminante y escupiendo cerca de mi zapato.
Simulé anotar algo en mi libreta, como había visto hacer a Al Pacino en una película, y luego levanté la vista fijando mis agudos e inquisidores ojos en la mujer. Ella, siempre masticando y con la boca cada vez más abierta, me sostuvo la misma mirada desafiante. Con un esbozo de sonrisa, saludé con un gesto, retrocedí y regresé al auto.
- ¿Qué pasó? ¿Averiguó algo? - preguntó mi compañero cuando el automóvil arrancó.
- La mujer no sabe nada. Fue algo agresiva, pero parecía decir la verdad… – contesté, parco.
- Jefe... – comenzó a decir mi ayudante -. Creo que esa mujer está mintiendo...
Sentí correr una ola de calor por mi espalda. Una vez más un novato pretendía saber más que su jefe, surgido de una academia. En todo el cuerpo policial era bien conocida mi fama de observador y mis altas calificaciones en el momento de graduarme.
- ¿Qué te hace pensar eso? ¿Viste algo sospechoso? ¿Algo que yo no vi? – le pregunté sonriendo con indulgencia.
- Creo... que algo no está bien... – titubeó él, dudando.
- Hablá claro,... ¿qué cosa viste que yo no haya notado?
- Esos chicos que estaban en la vereda de esa casa donde paramos...
- Sí, ¿qué pasa con esos chicos? – pregunté con tono cansado mientras aceleraba, alejándome sin resultados de aquella zona.
- Eran cuatro niños, todos estaban de pie y quietos, tres de ellos tenía tarros de pintura en la cabeza y el otro tenía encima una botella de lavandina – dijo él finalmente.
- ¿Y qué esperabas? ¿Vos te diste cuenta el solazo que hay? ¿Qué pretendés? Esa mujer apenas tiene para comer. No puede comprarles sombreros o gorras a sus hijos – le dije fastidiado.
Segundos después, en silencio, entrábamos a la autopista.
A pesar de mi exhaustiva investigación, y aunque parezca increíble, esa denuncia anónima sobre la venta de niños nunca llegó a probarse.

Del Libro "El Tío Esteban y otros cuentos"

1 comentario:

Walter G. Greulach dijo...

Buenisimo, maestro!!! Digno de la pluna deFontanarrosa...