viernes, 19 de marzo de 2010

"Por acá nunca pasa el tren", "Carlitos" y "Mala Bebida"

 Por acá nunca pasa el tren

Acá hace al menos… veinte años,… tal  vez más,… que no pasa el tren. Antes, en aquellos años en que yo llegué y empecé a hacer esta casa junto a la vía, pasaba a cada rato. La casa la empecé más allá, en el bordo, a unos cinco metros de los rieles. Cada vez que pasaba una formación se movía todo, y a veces el chofer, por joder nomás, nos tocaba la bocina. Pero una vez que nos acostumbramos, ni nos despertábamos.
Los del ferrocarril nunca nos molestaron, ya en ese entonces, cuando yo llegué, había varias casillas ubicadas junto a la vía, y se ve que los inspectores hacían la vista gorda. La gente en algún lado tiene que vivir, y después de todo, el tren pasaba por la vía, no le hacía falta el terreno que ocupamos nosotros.
Hará unos diez años, más o menos, cuando todos vimos que el tren ya no iba a volver, empezamos de a poco a ocupar este espacio de la vía. Algunos hicieron baños y hasta gallineros, yo hice uno, bien grande, y hasta crié un chancho ahí adentro, con las gallinas. Lo encontré suelto por allá, por las chacras, y me lo traje. Mansito era, con un cable del cogote nomás, se me vino atrás. Yo le hacía ruido con una bolsa de papel y se creía que le traía comida, pobre bicho. Cuando comió bien y seguido, se puso lindo. Para el invierno lo carneamos, salieron unos chorizos bárbaros.
Allá,… mire por la ventana,… donde le señalo,… allá, donde está el tanque del agua, ahí hay una casilla de madera que era del ferrocarril. Ahí murió un hombre en una pelea. Por esa casilla, se agarraron a cuchilladas. Uno murió y al otro se lo llevaron sangrando y muy mal. Después supimos que se salvó y quedó medio doblado, pero por acá no volvió. Ni él ni la mujer. Ella era la jodida que lo empujó a pelear. Hay mujeres así. Eso no se hace.
Y por acá, ya vio como es la vida, mi hija, que tenía entonces catorce años, se puso de novio con el de la municipalidad, que nos traía el agua en un camión. Parecía un buen muchacho, venía casi todos los días y nos hicimos amigos. Yo soy medio serio con esas cosas, pero éste me cayó bien y, lo que es la confianza, ¿vio?, lo dejé entrar.
No respetó la casa. Me la dejó embarazada y se borró para siempre. De un día para otro no vino más. Yo pensé que habían tenido alguna diferencia. Él tenía casi treinta años y eso ya complicaba un poco las cosas, pero, como le dije, se veía un buen tipo y no pensé que podía pasar una cosa así.
Y bueno, cuando mi señora me contó casi me vuelvo loco, imagínese. Me la agarré con ella, pobre, que no tenía nada que ver… Hasta le levanté la mano, lo que nunca… Después entendí, es la vida, y a esas cosas hay que tomarlas bien. Nosotros somos pobres, y los pobres la única riqueza que tenemos son los hijos y los nietos.
Ahora tengo cuatro, ése que le dije, y tres más que son del Nacho, un pibe vecino que se juntó después con mi hija.
Y así fue como nos fuimos amontonando en la casa, hasta que nos fue quedando chica. Y un día le dije a mi Vieja: - Yo voy a estirar la casa. Le voy a hacer dos habitaciones más para este lado, para el lado de la vía, que ya está el piso parejo y bien apisonado.
El Nacho me ayudó. Él trabaja en un aserradero y en el carrito que yo usaba para los cartones se fue trayendo tablas para las paredes. En menos de dos meses ya nos cambiamos con la Vieja para esta parte nueva. Y los dejamos a ellos, con los chicos, en la parte vieja. Así estamos todos más cómodos.
La verdad que nunca extrañamos al tren. Simplemente dejó de pasar. Como no sabíamos si al otro día iba a volver, no le dimos importancia, y sin darnos cuenta nos fuimos olvidando de él. Ahora es más tranquilo para dormir. Así, tranquilo como está ahora, que ya ha anochecido, así es toda la noche. Uno se puede mandar un litro de tinto y se plancha hasta que las velas no ardan. No molesta nadie.
Yo antes trabajaba, salía con el carrito a buscar cartones, fierros, vidrios, lo que fuera. Ahora no puedo, por las várices, ¿vio? Apenas puedo caminar hasta el almacén a buscar un vino o algo que haga falta. Menos mal que mi Vieja sigue guapa y tiene trabajo ahí, en el barrio que han hecho del otro lado de la ruta. Ella limpia ahí, en algunas casas, y con eso vamos tirando. Yo… ya no puedo…
Acá, debajo de la mesa, fíjese, agáchese bien porque no hay mucha luz… ¿Ve? Ahí están los rieles. Tenga cuidado cuando se pare. Nosotros ya no tropezamos con ellos porque nos acostumbramos y hasta de noche los salteamos. Algún día los vamos a sacar, ahora no, están re agarrados a los durmientes y para sacar esos clavos hay que tener herramientas grandes.
Sírvase otro trago. No ha comido mucho, acá somos todos de buen comer.
Este asado que sobró lo guardo acá, en el armario, y lo termino mañana, cuando me levante.
Si usted no se sirve más vino me lo voy a tener que tomar yo. No me gusta dejar en la botella. Se pone como agrio, ¿vio? y dicen que no es bueno…
Antes yo pesaba menos, ahora creo que me pasé un poco de la raya. Ciento veinte… Me pesé cuando fui a la farmacia la semana pasada. Me miraba el empleado. Pensaría: - “Este gordo me revienta la balanza”
Esta camisa me cerraba cuando la compré. Ahora no, me la pongo sólo en verano, que la puedo llevar así, abierta.
Como le decía, del tren… nunca más pasó... nunca más…
Ahora,… hablando de eso,… hay algo que me está inquietando desde hace unos minutos… y ojalá que me equivoque,… ¿ese temblor que siento bajo los pies?… ¿y esa luz tan brillante que está entrando por la ventana, iluminando hasta el último rincón?… ¿qué será?


CARLITOS
(Este cuento fue escrito inicialmente como guión para un cortometraje dramático)
Alicia reprime un grito de rechazo, suplantándolo inmediatamente por un quejido de goce. Se siente extraña al advertir esa respuesta placentera de su cuerpo. El hombre que tiene encima, no es su esposo ni su amante; es Manuel, su cuñado, un discapacitado mental de ciento veinte kilos que, amenazante, mantiene en la mano derecha, a pocos centímetros de su rostro, un afilado cuchillo de cocina.
Hace sólo unos minutos que ha irrumpido en su habitación con su habitual mirada vidriosa, ahora baja y avergonzada, repitiendo en su media lengua:
- Carlitos me dice que entre y te quiera mucho... Carlitos me dice...
Ha intentado disuadirlo con unas palabras, pero acaba de bañarse y su cuerpo, apenas cubierto por un toallón; se ha reflejado en los ojos ávidos del hombre. Finalmente, el argumento del cuchillo, cada vez más cerca, la ha decidido a acceder a sus requerimientos. Simplemente se ha recostado en la cama; a Manuel le ha bastado un rápido manotón para arrancarle el toallón y comenzar su tarea.
Alicia reconoce en la fuerza del abrazo y en un estertor apagado que aquello llega a su fin. Le cuesta evadir la tentación de seguir a ese hombre que detesta en el camino del placer. Sigue confundida y algo enojada con su cuerpo; nunca ha podido dominarlo totalmente.
Manuel, con los ojos cerrados, permanece recostado sobre la mujer, resoplando contra la almohada. Parece estar satisfecho, pero no suelta ni aleja el cuchillo.
Alicia, cautelosamente, susurra:
-                      Manu,... dejame que vaya al baño...
Manuel no contesta, pero su cuerpo no ofrece resistencia cuando ella lo aparta suavemente y se retira de la cama.
Toma algo de la ropa que hay sobre una silla y entra al baño. Unos minutos después, ya vestida, se retira de la habitación sin hacer ruido. Su forzado amante dormita sobre la cama en la misma posición en que lo ha dejado: boca abajo, con los pantalones a la altura de las rodillas y con el cuchillo cerca de su cara.

El ruido de una llave abriendo la puerta del departamento le indica la llegada de su esposo. Antes de ponerse de pie, deja escapar el llanto que hasta ese momento ha mantenido apretado en ese estado de estupefacción que la ha mantenido allí, en la cocina, sentada y mirando sin ver hacia la claridad de la ventana.
-                      ¡¿Qué te pasa?! – pregunta el hombre, asustado al ver su aspecto.
-                      ¡Enrique! ¡Gracias a Dios que llegaste!... ¡Me violó!... ¡Manuel me violó! ¡Está en la pieza!... ¡Tiene un cuchillo!... ¡Tené cuidado! – exclama ella echándose en sus brazos.
El hombre la aparta y retrocede con gesto incrédulo y asombrado.
-                      ¡¿Qué?! ¿Qué cosa decís que te hizo?
-                       Me violó... Me amenazó con el cuchillo... Tuve que dejarlo... Estaba dispuesto a matarme si me negaba... – dice ella mirando temerosa hacia la habitación.
-                      No, pará, no puede ser,... eso no puede ser,... Manuel... no sabe nada de esas cosas. Él no,... él no hace esas cosas... - interrumpe Enrique, negando con un gesto.
-                      ¿Cómo que no hace esas cosas? ¡Te estoy diciendo que las hizo! ¡Acaba de violarme! ¡Todavía está sobre la cama! – insiste Alicia, alterada.
Enrique se aparta de su mujer sin dejar de mirarla con los ojos entrecerrados. Luego se encamina hacia la habitación. Toma la manija de la puerta e intenta entrar.
-                      Está cerrado – dice en voz baja.
-                      Seguro que nos escuchó y cerró...
-                      Manuel,... soy yo, Enrique, tu hermano, abrime la puerta – dice en voz alta.
Desde adentro se escucha la voz asustada de Manuel, contestando:
-                      ¿Enrique?... ¿Sos vos, Enrique?
-                      Sí, soy yo, abrime que quiero hablar con vos – dice Enrique con tono paternal.
- No... Vos te vas a enojar,... me porté mal...
- Sí,... ya me dijeron... Pero abrí la puerta; contame vos lo qué pasó.
Alicia lo mira sorprendida y le pregunta con tono ofendido:
- ¿Cómo “contame vos lo qué pasó”? ¿No me entendiste a mí? ¡Me violó! ¿No entendés lo que significa? Me violó... Entró a nuestra habitación y me amenazó con un cuchillo. Me obligó a... a... a hacer lo que él quería... Nunca lo había visto así.
Enrique la mira con gesto indulgente y dice suavemente:
– Alicia,... eso no puede ser,... Manuel es un retrasado mental... No sabe nada de sexo...
Alicia esta impactada, no puede creer lo que está escuchando.
- ¿No me creés? ¡Me llevó a la cama y me violó! ¡Tuve que dejarlo hacer lo que quisiera para que no me matara! ¡Me apoyó el cuchillo acá,... debo tener alguna marca...
Le muestra un pequeño raspón en el cuello. Enrique, sin contestar, sigue hablando con Manuel a través de la puerta.
- Manu... Abrí... Vamos a hablar y vamos a aclarar todo... Alicia me dice que te pusiste mal...
Alicia hace un gesto de incredulidad y levanta la mirada al techo. Enrique la ignora y sigue mirando hacia la puerta. Desde adentro se puede escuchar a Manuel sollozando:
– Yo no quería hacerlo... Él me dijo que hiciera eso...
Enrique mira a su mujer frunciendo el ceño y pregunta en voz alta:
- ¿Cómo él? ¿Quién es él? ¿Quién te dijo que lo hicieras?
- Carlitos... Él me dijo... Él me mandó... – contesta Manuel, ahora llorando desconsolado.
Enrique mira interrogativamente a su esposa. Ésta, asombrada y recordando, musita:
- El portero nuevo,... se llama Carlos... Los he visto hablando, en la puerta...
– ¿Viste? Yo sabía que de él no podía salir una idea así. Es un niño... – dice Enrique con una sonrisa de alivio.
Alicia mueve la cabeza con una sonrisa amarga. Enrique la ignora y le habla a su hermano.
- Abrime, Manolito, vamos a hablar con Carlos para ver qué te dijo.
- ¡No! – contesta Manuel -. Yo sé que vos me vas a pegar. Yo me porté muy mal...
- Abrime, Manolito, abrime,... porque si no voy a abrir yo...
- ¡No, no abrás – grita Manuel, advirtiéndole -, yo tengo un cuchillo!... El cuchillo grande; el que corta mucho...
Alicia mira a su esposo a los ojos.
- ¿Escuchaste? Tiene el cuchillo... y te está amenazando a vos, ¿me creés ahora?
- Pará,... todavía no me dijo qué cosa te hizo... – responde él volviendo al diálogo con su hermano -. Manuel... Manolito, ¿qué le hiciste a Alicia que está enojada con vos?
Alicia se toma la cabeza y camina por la cocina. Desde el dormitorio, Manuel dice:
- Me da vergüenza...
- Contame, conmigo no tenés que tener vergüenza... – insiste Enrique.
- Yo no quería... Fue Carlitos el que me dijo que la quiera mucho...
- ¿Ves? ¿Te convencés ahora? – pregunta Alicia -. Me violó... ¡Y ahora que me acuerdo, todavía no me lavé! ¡Lo único que me falta ahora es quedarme embarazada de un loco!
Sale hacia el baño, pero antes de entrar se detiene y se vuelve, mirando a su esposo con gesto serio.
- Dicen que no hay que lavarse...
- ¿Qué?
- En la televisión... – aclara ella -. La policía... siempre aconseja que después de una violación no hay que lavarse...
Enrique la mira extrañado, y luego, con algo de ira en el tono, le pregunta:
-                      ¿No pensarás hacer la denuncia?
- ... No sé,... algo habrá que hacer... -  dice ella mirándolo fijamente -. Él me violó...
- Pero es mi hermano... – le recuerda él -. Y es un discapacitado... ¿Qué querés hacer? ¿Querés qué lo metan preso?
- Enrique... -  dice Alicia con serena firmeza -. Yo no quiero verlo más en esta casa. Con denuncia o sin denuncia, tu hermano se va de esta casa apenas salga de esa habitación... Y en vista de que prácticamente me has dicho que no te importa lo que me han hecho,... voy a lavarme.
Enrique la ve entrar al baño con aire ofendido, cerrando de un portazo, y recomienza el diálogo con su hermano, bajando algo la voz.
- Manuel,... Alicia no está acá... Está en el baño... Abrí ahora y contame lo que pasó...
Luego de unos segundos la puerta se abre lentamente y aparece el rostro de Manuel. Enrique permanece alejado, intentando darle confianza, pero Manuel, con el cuchillo alzado en su mano derecha, se muestra amenazante mientras dice:
- Si me pegás,... te corto con el cuchillo... Te hago un tajo... Tiene filo... Es el cuchillo grande... El del pan... Tiene filo...
- No te voy a pegar... – dice Enrique con tono suave -. Vení, salí de ahí, sentate acá, tomate una lechita con Toddy y contame lo que pasó con Carlos. ¿Qué cosa te dijo él que le hicieras a Alicia?
-                      Él me mandó... – dice Manuel bajando la vista -. Yo no quería,... Carlitos es malo conmigo.
- Bueno, ya vamos a ver cómo fue eso – dice Enrique con tono comprensivo -. El problema es que ahora Alicia está muy enojada con vos.
– ¿Ves? Yo sabía que se iba a enojar... Siempre se enoja por todo lo que hago... – exclama Manuel afligido.
- Bueno, lo que pasa es que ahora... hiciste algo muy malo... Ella está muy enojada... Hasta que se le pase voy a tener que llevarte otra vez... a la casa de Joaquín... – dice Enrique midiendo el tono de sus palabras.
- ¡No! – profiere Manuel temeroso -. ¡Con Joaquín, no! ¡Con Joaquín no voy! ¡Él me pega! ¡No! ¡Con él, no!
- Es que... no tenemos más hermanos. Somos tres: Joaquín, vos y yo. Con alguno de nosotros dos tenés que estar – le recuerda Enrique, mientras se acerca poco a poco a la puerta con intenciones de quitarle el cuchillo.
Manuel advierte la intención y, amenazante, pone el arma frente a su cuerpo, diciendo:
- ¡Te corto! ¡Te corto!
- Tranquilo. No te voy a hacer nada – dice Enrique retrocediendo -. Estaba pensando cómo podemos hacer... Lo que pasa es que lo que le hiciste a Alicia... es feo, es muy malo.
– Vos también lo hacés con ella. Yo te escucho siempre... – le reprocha Manuel señalándolo con el cuchillo.
- Bueno,... puede ser, pero... ella es mi esposa. Con una esposa sí se puede hacer... – explica Enrique.
- Yo no tengo esposa...
- Bueno, ya sé,... pero algún día... podés tener...
- ¿Yo? ¿Puedo tener? – pregunta Manuel con una sonrisa esperanzada.
- Y... sí, con el tiempo... – le dice Enrique.
- Yo quiero ahora... Quiero una ahora... – exige Manuel pegando con el cuchillo contra el marco de la puerta.
- Ya vamos a ver,... eso podemos arreglarlo,... pero ahora dejá ese cuchillo,... te podés lastimar... Una vez te cortaste pelando unas papas, ¿te acordás?
- ¡No! ¡No lo dejo! ¡Vos me vas a pegar! – dice Manuel cambiando la actitud tranquila que tenía.
- Pero... ¿cómo te voy a pegar? ¡Sos mi hermano! – le recuerda Enrique.
- Me vas a pegar... como me pegaste cuando rompí el televisor nuevo – dice Manuel, exaltándose -. ¡Yo sé que si dejo el cuchillo, vos me vas a pegar! ¡Por eso no quiero dejarlo! ¡No, señor! ¡No lo dejo nada!
– Quedate tranquilo – dice Enrique -, no te voy a pegar... Quiero que arreglemos este problema... Pero acá, en esta casa, con nosotros,... por ahora, no te podés quedar. Alicia está muy enojada. Para una mujer,... eso que vos le hiciste... es muy grave.
En ese momento Alicia sale del baño. Manuel, al verla, con gesto avergonzado, se tapa la cara con la mano izquierda, mirando entre los dedos.
- ¿Todavía no te lo llevaste? – pregunta Alicia, ignorando a su cuñado.
– No quiere ir con Joaquín... – le contesta Enrique con un suspiro.
- ¿Y qué? ¿Le vas a preguntar a ver qué quiere hacer?
- Lo que pasa es que... Joaquín, la última vez que lo tuvo allá, le pegó varias veces. Vos lo conocés. Él es muy nervioso... – intenta explicar Enrique.
- ¿Y con eso qué? ¿Eso cambia algo? – pregunta ella señalándole la puerta -. Mirá,... ¡llevátelo de acá vos... o llamo a la policía y se lo llevan ellos!
Manuel, al oír nombrar a la policía, mira temeroso hacia todas partes y luego sale corriendo de la habitación. La puerta del departamento ha quedado abierta y por ella sale hacia el pasillo y desaparece. Enrique lo sigue y se asoma. Luego se vuelve hacia Alicia y con tono acusador, le dice:
- ¡Bajó por la escalera! ¡Qué boludez hiciste! ¡Cómo lo vas a amenazar con la policía! ¡Sabés que les tiene terror!
No lo dije por amenazarlo – exclama Alicia, indignada -, si no te lo llevás, los llamo de verdad. Guardé el papel higiénico que usé para limpiarme. Aquí no lo quiero ni un segundo más... ¡Loco de mierda!... Ahora que salió, aprovechá, guardale toda la ropa y te lo llevás. Andá a buscarlo adonde haya ido a parar y de ahí mismo te lo llevás... ¡A la puta madre que lo parió!
En ese momento, son interrumpidos por gritos que vienen de abajo, por la escalera. Enrique sale y baja corriendo hasta la planta baja. Allí un vecino, alarmado, le señala una puerta.
- ¡Su hermano se metió ahí! Parece muy nervioso... y tiene un cuchillo así de grande... – dice, indicando con las dos manos el largo del arma.
- Es el departamento de Carlos, el portero – dice Enrique -. ¿No sabe si está Carlos adentro?
- No sé, puede ser – dice el hombre -, la puerta estaba abierta...
Enrique trata de abrir.
- Esta puerta no tiene picaportes, desde afuera sólo se abre con la llave – susurra, y luego en tono más alto: – Manuel. Soy yo, Enrique, tu hermano. Dale, sé buenito. Abrime y vamos a hablar los tres...
- ¿Los tres? – pregunta Manuel desde adentro.
- Sí, los tres: Carlos, vos y yo.
- ¡Carlitos tiene toda la culpa! – grita Manuel -. ¡Yo tuve que hacerle caso!... ¡Y ahora Alicia va a llamar a los policías!... ¡Son malos los policías!
- No, no los va a llamar... – dice Enrique -, dijo eso porque está enojada...
- Enrique,... – pregunta Manuel -, ¿vos le contaste a Alicia que la culpa es de Carlitos?
Sí, ya se lo dije... – contesta Enrique -, también se enojó mucho con él... Pero dale, abrí y hablamos acá afuera...
- No, vos me querés llevar con Joaquín. Él me pegó con el cable de la plancha, ¿no te acordás?
- Sí, me acuerdo, yo lo reté mucho por eso... Pero abrí y vamos a hablar de eso y de todo lo que quieras... – insiste Enrique y luego, recordando, pregunta: - Escuchame, Manuel,... ¿Carlos está ahí con vos?
– Sí, Carlitos está acá, conmigo... – contesta Manuel después de una pausa -. Pero yo estoy muy enojado con Carlitos... Él me mandó... Él fue el que me dijo... Y ahora Alicia está enojada conmigo. Y vos también...
En ese momento llega Alicia. Enrique la recibe, diciéndole:
- Está encerrado con Carlos, el portero. Dice que Carlos tiene la culpa. Andá a saber qué cosas le ha dicho ese boludo...
- ¿De qué cosa tiene la culpa Carlos? – pregunta el vecino que ha permanecido allí, a un costado.
- De nada – contesta Enrique después de mirar a Alicia -. Mi hermano se portó mal... y dice que Carlos le dijo que se portara así.
El vecino sonríe irónico y comenta en voz baja:
- No me extraña nada,... este Carlos siempre me pareció un tipo raro.
- ¿Qué quiere decir con raro? – pregunta Enrique con gesto serio.
- No sé,... – dice el hombre -, pero no me inspira confianza. La esposa se le fue apenas llegó acá... Y parecía una buena mujer... Por algo habrá sido...
- Y... sí,... capaz que tenga algo que ver. Ya lo vamos a averiguar. Manuel siempre fue un chico muy sano... Muy bueno, quiero decir. Ahora hay que hacerlo salir de ahí. Está tan mal que es capaz de lastimar a Carlos. Y ahí vamos a tener problemas todos...
- Todos no,... el loco es él – le recuerda Alicia.
- Tenés razón – reconoce Enrique suspirando -, pero nosotros somos los responsables...
¿Los responsables? ¿Nosotros? – exclama Alicia - ¡A ver si ahora voy a tener la culpa yo!
– No, vos no tenés nada de culpa... – le aclara Enrique, tratando de disimular ante el vecino -, pero él no es normal... Y andá a saber qué barbaridad ha hablado o le ha enseñado este degenerado del portero.
- ¿Carlos le enseñó algo que no debía? – pregunta el vecino, cada vez con más curiosidad.
- No sabemos,... Manuel dice que él tiene la culpa... de su mal comportamiento... – dice Enrique. Luego se acerca a la puerta y le habla a su hermano:
- Manolo,... salí por favor, nadie te va a hacer daño. Yo te voy a seguir cuidando.
- ¿Me vas a llevar con Joaquín? – pregunta Manuel.
- Primero vamos a hablar... A lo mejor hablando encontramos otra solución... – dice Enrique.
- Decile que sí... -  le interrumpe Alicia -, sino después va a querer quedarse acá...
- ¡La escuché a Alicia!... – grita Manuel desde adentro, llorando -. ¡No me quiere más!... ¡Y todo por culpa de Carlitos!... ¡Tendría que matarlo ahora mismo!
– ¡No,... no hagás eso!... – le suplica Enrique alarmado - ¡No hagás nada! Dejame hablar con Carlos…
- ¡Noooo! ¡Él no te va a hablar! – grita Manuel - ¡Yo no quiero! ¡Dice cosas malas!
Se miran entre los tres mientras otros vecinos aparecen a observar. Enrique insiste:
- Manu... Manolo... Contame... ¿Carlos está bien? ¿Está ahí? ¿Con vos?
- Sí. Yo lo tengo acá – contesta Manuel -. Pero él es malo, me hizo hacer todas esas cosas feas... con Alicia.
Enrique, incómodo, mira a su esposa.
- Decile que salga - le dice ella mirándolo a los ojos - y llévatelo lo más pronto que puedas...
- Tiene a Carlos... y tiene un cuchillo... – le recuerda Enrique -. Es capaz de lastimarlo... Él lo cree culpable...
-                      Algo tendrá que ver ese atorrante... Siempre mira a las mujeres como si estuvieran desnudas... – comenta Alicia.
Enrique la mira un instante y luego retorna al diálogo con su hermano:
- Manuel... Dejalo salir a Carlos... Mirá,... si lo dejás salir... te compro un helado de esos grandes, como el que te compré el domingo, ¿te acordás?
- No, Carlitos no va a ningún lado... Él tiene la culpa... – dice Manuel, agregando enojado: - ¡Tendría que matarlo por lo que me hizo hacer!... ¡Sí, señor, tendría que matarlo!
- Se está poniendo nervioso... – comenta Enrique al grupo.
- ¿Nervioso? – pregunta Alicia mirando a los vecinos que han ido llegando y buscando aprobación a sus palabras -. ¡Es un loco peligroso! El único que no se da cuenta sos vos...
- Me doy cuenta que esta situación lo ha puesto muy mal,... pero él no es malo, es como un chico grande, vos lo sabés... Se pone caprichoso... Ya no sé qué cosa decirle... – dice Enrique
- Y llamá a la policía – sugiere Alicia -. Te lo dije hace rato... O al Hospital. Ellos saben tratar con locos así.
– Manuel... – dice Enrique ignorando a su mujer -. Prometeme que no le vas a hacer nada a Carlos... Dale, tenés que prometerme eso...
– A Carlitos,... se llama Carlitos... – le corrige Manuel.
- Bueno, a Carlitos, como vos le decís... – dice Enrique, mirando a los que lo rodean con una sonrisa comprensiva -. Para él todos son chicos...
Alicia se muerde los labios, mira al techo y mueve la cabeza. Enrique sigue hablando a su hermano:
- Prometeme que lo vas a dejar a Carlos y vas a salir tranquilito.
- ¡No lo dejo nada!... ¡Él tiene la culpa de que yo tenga que ir ahora a vivir otra vez con Joaquín! ¡Lo tengo acá!... Me parece que tendría que matarlo... para que no diga más esas cosas feas...
Un vecino comenta en voz baja:
- ¡Está reloco! – inmediatamente, dándose cuenta del parentesco con Enrique, agrega: - Perdón... es una forma de decir... Se lo nota muy nervioso.
- No es peligroso – aclara Enrique -. Tiene un retraso mental, mi hermano tiene la mente de un chico de diez años.
- Enrique... – se oye la voz de Manuel, llamando desde adentro.
- Sí, acá estoy.
- ¿Me vas a dejar que siga viviendo con ustedes?
- ¡Decile que no!... – interviene Alicia -. ¡No le mientas porque te aseguro que acá no se queda! ¡Al menos conmigo, no se queda! ¡Si lo dejás, te quedás con él, porque yo me voy!
- ¿Qué le hizo? – pregunta un vecino inocentemente.
- Me violó – contesta Alicia con naturalidad.
Enrique se sorprende de la respuesta sincera de su mujer. Todos los curiosos que están presentes se miran entre sí con el mismo asombro, algunos se codean y los más lejanos comentan en voz baja.
– No era necesario... – susurra Enrique con tono de protesta.
- Sí, era necesario – dice Alicia -. Así al menos no quedo como una desalmada que quiere dejar sin techo a un pobre retrasado.
- No quedás mucho mejor – le aclara él.
- Tal vez... Ya no me importa – dice ella -... y a vos tampoco te importa... No te importa nada... No se te movió un pelo al saber que tu esposa estuvo en la cama con otro... Sólo te preocupaba tu hermanito...
Los vecinos se miran con complicidad, saboreando la situación. Enrique, visiblemente incómodo, simula no haber oído.
– Manuel... Salí, por favor, yo soy tu hermano bueno. ¿Te acordás? Vos me decías así... – insiste, cerca de la puerta.
- No me contestaste lo que te pregunté... – dice Manuel -. Vos me querés mandar con Joaquín para que él me pegue por lo que hice.
- Dejalo salir a Carlos – pide Enrique -. Si no lo dejás vamos a tener que llamar de verdad a la policía... Vos no querés eso, ¿no?
– Yo no quería hacer eso – dice Manuel, llorando -. Carlitos fue el que me mandó. Él es quien tiene la culpa. Es muy malo... y yo ahora voy a tener que matarlo por lo que hizo.
Enrique se aparta unos metros de la puerta y, con tono tenso, le dice a los vecinos, en voz baja:
– Llamen a la policía. Está incontrolable.
- Ya llamaron hace unos minutos – le dice un vecino -. Deben de estar por llegar...
Enrique regresa junto a la puerta.
- Manuel... ¡No hagás nada!... ¿Me escuchaste? ¡No vayás a hacerle nada a Carlos! Si no querés abrir, no importa, quedate ahí, pero no le hagás nada... – Luego baja la voz y le dice a los vecinos: - A los policía no les va a abrir. Les tiene terror. Van a tener que buscar otra entrada al departamento... A lo mejor por el patio de luz.
- Enrique. No te enojés conmigo... – dice Manuel desde adentro -, pero tengo que matarlo,... tengo que matarlo para que nunca más me diga que haga cosas así,... cosas cochinas... que yo no tengo que saber... Yo soy bueno... ¿Te acordás que hice la comunión y el padre me regaló una estampita? Y me dijo que era un buen chico...
Enrique se emociona.
– Sí, ya lo sé, vos sos un chico bueno. Vas a ver que todo se va a arreglar... Pero no hagás nada... Mirá,... hagamos una cosa: Abrí la puerta un poquito y me pasás el cuchillo, ¿querés? Así no te lastimás...
- ¡No, el cuchillo no! ¡El cuchillo lo tengo en el cuello de Carlitos! ¡Él fue muy malo conmigo!
- ¡La puta madre! – exclama Enrique en voz baja -. ¡Lo va a degollar! ¿Qué pasa que no llegan los policías? Éste se va a mandar una macana y la voy a pagar yo, que soy el responsable.
- Tendríamos que haberlos llamado al principio – le recuerda Alicia -, cuando estaba en nuestro departamento. Pero para vos, sólo había hecho una travesura...
- Sabés que les tiene miedo – dice Enrique -. No sé qué va a pasar cuando los vea cerca.
- Ellos lo van a calmar – dice ella -. Y de paso te sacan el problema de elegir dónde mandarlo.
- ¿Cómo?
- Claro, ¿qué te creés? ¿Qué con lo que hizo te lo van a dar otra vez para que lo cuidés vos? De acá va derecho al loquero.
Enrique se toma la cabeza, desesperado.
- ¡No quiero eso para mi hermano! ¡Yo lo crié desde los ocho años!
- Pero está enfermo,... entendelo... – le recuerda ella -. Y ahora, con lo que hizo, no sé quién puede vivir tranquilo al lado de él. Yo, desde ya, te digo que no.
En ese momento llegan dos policías. El que parece mandar, saluda y pregunta:
- Buenas tardes. ¿Qué pasó?
– Es mi hermano – dice Enrique en tono bajo, alejándose de la puerta -. Es disminuido mental. Se puso mal. Está ahí adentro, tiene al portero de rehén. Ah, tiene un cuchillo, dice que lo tiene puesto en el cuello del tipo. Está amenazando con matarlo.
El policía se vuelve, dirigiéndose a su compañero.
– Está armado.
El otro policía saca su pistola. Enrique se le acerca, alarmado.
- ¡No! Espere, ¿qué hace? Él sólo tiene un cuchillo.
- Es un arma... – le recuerda el policía.
- Pero no les va a hacer nada... Mi hermano es como un niño grande...
- El que llamó dijo que era un desequilibrado peligroso... – dice el policía.
– Es un desequilibrado... – dice Alicia, confirmando: - y es peligroso...
- Pero,... ¿qué decís? – exclama Enrique - ¡Es mi hermano menor!
- ¡Sí, tu hermano menor que me puso un cuchillo en el cuello y me violó! – le recuerda ella causando un retorno a los comentarios y los codazos de los vecinos.
El policía que comanda el grupo, después de mirar disimuladamente el cuerpo de Alicia, le dice:
– Después va  tener que denunciar eso, Señora.
– Pierda cuidado que lo voy a hacer... – contesta Alicia sin mirar a su esposo.
El policía se acerca a su compañero y le ordena:
- Buscá otra entrada al departamento. Que no te vea ni te escuche... Y tené cuidado, no te olvidés del cuchillo.
El policía se va por el pasillo, guiado por algunos de los vecinos. El que queda allí revisa su arma y pregunta:
- ¿Siempre fue peligroso?
- No, al contrario, siempre fue muy tranquilo – dice Enrique -. No hacen falta armas, mi hermanito tiene la mente de un niño.
- Pero el cuerpo de un hombre de ciento veinte kilos... – agrega Alicia.
Se ruboriza al notar que algunos vecinos sonríen con el comentario. Enrique baja la mirada y vuelve a hablarle a su hermano.
– Manuel... ¿Estás ahí?
- Sí – responde Manuel.
- ¿Qué estás haciendo?
- Estaba callado... porque estaba rezando...
Enrique sonríe, mirando a los demás.
– Muy bien. Me parece muy bien. Vos sos un chico bueno... y Dios te va a ayudar...
Manuel lo interrumpe, aclarando:
– Estoy rezando por Carlitos,... él se va a morir ahora...
Enrique se desespera:
- ¡Manuel! ¡No! ¡No hagás nada! ¡Dejalo! Escuchame, escuchame bien... ¿te acordás que yo te dije que había policías buenos que ayudaban a los niños y a los abuelos a cruzar la calle?
- No hay policías buenos... – contesta Manuel -. Me dan miedo... Tienen una gorra y un palo negro para pegar...
- Sí, ya sé, pero hay policías que son muy buenos, yo ya te lo expliqué... – dice Enrique, incómodo ante la mirada del policía que está a su lado -. Escucha, Manolito, acá, a mi lado... hay uno de esos policías buenos... y si vos lo dejás salir a Carlos, el policía se lo lleva y lo mete en la cárcel para que nunca más te enseñe cosas malas. ¿Te parece bien?
- Carlitos no me enseñó... – corrige Manuel -. Yo los vi a ustedes cuando lo hacían,... por el agujerito de la llave los vi,... pero Carlitos me mandó a que yo lo hiciera.
Enrique está incómodo y evita mirar a quienes lo rodean.
- Bueno, es lo mismo,... dejalo salir y lo metemos preso.
De pronto se escucha un grito desesperado de Manuel:
– ¡Enrique! ¡Hay un policía en la ventana! ¡Me va a llevar! ¡Y Carlitos tiene la culpa! ¡Ahora lo mato! ¡Ahhhhhhhh!
Al oír el grito, el policía que está junto a Enrique comienza a golpear su cuerpo contra la puerta intentando derribarla. En ese momento todos se apartan asombrados y murmurando para dar paso a un hombre que llega con una llave en la mano. Es Carlos, el portero.
- ¿Qué ocurre? – pregunta el portero -. ¿Por qué golpea la puerta así? Acá tengo la llave.
- Pero,... creíamos que usted estaba adentro... – dice Enrique sin entender -. Mi hermano se puso mal. Está ahí, en su departamento. Dijo que tenía a Carlos... y que lo iba a matar...
El hombre lo mira desorientado. Luego gira su llave en la puerta y esta se abre.
- Tenga cuidado – dice el policía, preparando su arma.
Carlos, el portero, se asoma cautelosamente y se vuelve, con un gesto aterrado.
– Lo maté,... Carlitos era el único culpable... y lo maté,... le corté el cuello – dice Manuel desde adentro, con voz temblorosa.
La puerta termina de abrirse frente al grupo que permanece inmóvil y horrorizado. Allí está Manuel, de pie, en el medio de la habitación. Su pantalón está empapado con la sangre que ha comenzado a derramarse en el suelo; en la mano derecha sostiene el cuchillo ensangrentado y en la izquierda, el instigador de la violación, su pene seccionado.

Rubén Antolín Heredia






Mala Bebida

Carlos abrió los ojos. El sol estaba alto y las moscas, empecinadas en investigar dentro de su nariz, lo obligaban desde hacía un rato a resoplar y sacudir su aturdida cabeza. Una planta de llantén, a pocos centímetros de su rostro, y, un metro más allá, una gran cortadera, era el único paisaje que podía ver desde esa posición. El olor a humedad y el rumor cercano del agua corriendo, lo ubicaron. Reconoció los sauces y las acacias que le retaceaban el cielo. No necesitó levantarse para saber que estaba sobre el borde del canal que pasaba frente a su casa. Entonces volvió a cerrar los ojos y comenzó a recordar.
- La Negra – dijo entre dientes -,… la maté, esta vez la maté nomás... Y al Cholo también,... a él también le di una puñalada... Sí, a él también,... a él también lo maté...
Se puso boca arriba y se desperezó. Notó que tenía el pantalón mojado. Se había orinado mientras dormía. Mordió una maldición y su mente regresó a lo sucedido, como si estuviera recordando un sueño.
Había sido la noche anterior. Él había tomado a su cargo el riego de la finca de los Altava. Esa finca, de diez hectáreas, quedaba a tres kilómetros de su casa, y ese trabajo duraba toda la noche. Había cenado temprano y se había despedido de la Negra, su mujer, a eso de las nueve y media, poco después del anochecer. Generalmente regresaba después de la salida del sol, pero a las doce de la noche, después de largar el agua en las dos hectáreas de potrero de alfalfa, le dieron ganas de tomar unos mates. Tenía dos horas y tal vez más hasta que el agua inundara “a manta” ese sector.
Escondió el azadón entre las pichanas, tomó su bicicleta y salió, iluminado por la luz de la luna, hacia su casa. A su lado, trotando en silencio, lo acompañaba su perro, el Bachicho.
Llegó hasta la tranquera, dejó la bicicleta a un lado y pasó por un costado, entre los alambres. No valía la pena abrirla para una media hora de mate.
Al llegar a la puerta, un brillo contra el horno lo detuvo. Era una bicicleta. No necesitó acercarse para reconocerla. La luna, reflejada en los rayos nuevos, la identificó por él. Era la bicicleta del Cholo, su compadre.
- El Cholo – pensó, curiosamente sin sorprenderse -. Entonces... lo que soñé era cierto... No me equivoqué...
Efectivamente, en las últimas semanas había soñado varias veces esa situación. Era rara la vez que, al regresar a su casa por la tarde, no encontrara allí a su compadre tomando mate bajo la enramada. Por supuesto, con la Negra, quien festejaba con ruidosas risas cada estupidez que él decía.
Y ahora estaba allí. A las doce de la noche estaba en su casa. Adentro de su casa. ¿Haciendo qué?
Abrió la puerta y el ruido desordenado dentro de la habitación le contó lo que ya imaginaba.
Se quedó, allí, en la cocina, mirando hacia la puerta del dormitorio.
Ella apareció primero, despeinada, sin mirarlo y con un gesto que más parecía de disgusto que de sorpresa o culpa. El Cholo venía detrás, acomodándose el pantalón y el semblante.
Después, el recuerdo se le nublaba y se le hacía incierto. El cuchillo en su mano, la Negra gritando al recibir la primera puñalada, el Cholo intentando ganar la puerta y la hoja entrando al menos dos veces en su espalda antes de verlo desaparecer en la oscuridad.
La botella de caña, tomada en el último manotón, y su propia huida hacia la noche.
Y ahora estaba allí, con toda esa realidad presente, tan presente como ese sol que le estaba quemando la cara mientras pensaba qué hacer.
No se iba a entregar... No, la cárcel no era para él. Se sabía responsable, pero no se sentía culpable. No le iba a dar a un juez la oportunidad de decidir por él si lo que había hecho estaba bien o mal...
- Ellos se lo buscaron – se dijo -. Especialmente la Negra, ella me conocía bien y sabía que se jugaba la vida. Y el Cholo también... Era un traidor... Yo fui el único que lo ayudó a conseguir trabajo cuando, al terminar la cosecha de uva, decidió no regresar a Bolivia. Si yo no hubiera compartido con él esas changas que me mantenían en invierno, el Cholo tendría que haber regresado a su tierra. Y ahora me ha pagado así,... quitándome... o usándome la mujer.
Escuchó un vehículo acercándose por el camino y se acurrucó boca abajo, detrás de las cortaderas. Cuando pasó, levantó la cabeza y lo reconoció.
- El auto de la policía... Ya los encontraron...
No perdió tiempo. Sabía que saldrían a buscarlo inmediatamente. Se arrastró hasta el canal y se deslizó en su interior. El agua fría terminó de sacarle la modorra que le había provocado la botella de caña que quedaba allí, vacía, entre los yuyos.
Caminó por el cauce siguiendo la dirección del agua, alejándose de su casa.
Doscientos metros después, llegó hasta un puente donde el canal cruzaba bajo el camino. El agua, cuantiosa en esa época, apenas dejaba diez centímetros de luz hasta el rugoso cemento del puente. Pero eran suficientes para respirar. Recordando travesuras de su niñez, cuando, junto a sus amigos, se bañaba en ese mismo lugar, dejó solamente el rostro fuera de la superficie y se dejó llevar hasta el otro lado. Desde allí el canal se apartaba del camino, pasando entre densas alamedas hasta la ruta asfaltada, a unos quinientos metros.
Una hora después, estaba sentado a la orilla del cauce, al reparo de los altos álamos, pensando en el próximo paso a seguir.
Estaba totalmente empapado. Así no podía continuar sin despertar sospechas. Se sacó toda la ropa y la colocó sobre los yuyos más altos. Si la siesta era soleada y calurosa, como la del día anterior, para el atardecer estaría seca.
Pasó el resto del día allí, escondido y tomando agua a cada instante, tratando de mitigar el hambre que lo atormentaba desde que despertó. Cada tanto recordaba y repasaba lo sucedido. A la falta de culpa se le había sumado una carencia total de lástima o consideración por quien había sido su compañera en los últimos dos años. No habían tenido hijos, lo único que lamentaba eran las escasas pertenencias que quedaban en la casa, y la incertidumbre de la nueva vida que debería enfrentar a partir de ese momento.
- Tengo que conseguir algo para comer – recordó de pronto, desesperado por los dolores de estomago.
A lo lejos, unas hectáreas de durazneros lo tentaban con sus frutos coloridos. Pero la casa de esa finca estaba cerca y ya había oído a los perros. En cuanto lo olfatearan sería descubierto, y de allí a ser delatado sólo había un paso. Nadie querría protegerlo después de lo que había hecho. Sólo él sabía y sentía que había hecho justicia.
Finalmente el sol buscó su lugar en el horizonte y comenzó a oscurecer. Las palomas pasaron por última vez hacia los pinos de la lejana escuela, donde dormían, y un silencio en blanco y negro fue cubriendo todo.
Se puso la ropa, ahora totalmente seca, y sin perder de vista lo que aún se divisaba de la casa, comenzó a acercarse a los durazneros.
Llegó hasta las primeras plantas. Al tacto eligió los más maduros y los fue colocando bajo su camisa, sin importarle la picazón de la pelusa. Masticando uno se alejó nuevamente hacia la ruta.
Se sentó junto al alambrado y en unos minutos comió tres duraznos.
- Ahora sí – se dijo poniéndose de pie -. Ahora sí puedo seguir viaje.
En ese momento escuchó el ruido de un motor. Era un vehículo que se aproximaba.
Esperó hasta último momento para asegurarse que no se trataba del auto Renault 12 de la policía. Era una camioneta. Salió al borde de la ruta y le hizo señas pidiéndole que lo llevara.
Cuando el vehículo se detuvo, reconoció al conductor. Era un vecino nuevo que vivía a quinientos metros de su casa. Pero ya era tarde. Se acercó a la ventanilla y lo saludó fingiendo naturalidad.
-                     ¿Para dónde va, amigo? – preguntó el hombre con una sonrisa.
-                     Para el pueblo, voy a visitar a una prima que ha tenido familia – mintió Carlos.
-                     Suba, suba, que lo llevo – dijo el hombre sin dejar de sonreír.
Carlos subió en la parte trasera de la camioneta y se sentó en un rincón, sobre una lata de fertilizante. Ese encuentro lo obligaba a buscar un refugio más lejano. Había soñado con la posibilidad de quedarse en la ciudad, pero ese hombre que lo llevaba lo delataría, tal vez esa misma noche.
Ensimismado en sus pensamientos no reparó en el recorrido hasta que sintió que el vehículo se detenía. Miró hacia delante y un frío recorrió su espalda. Estaban frente a la comisaría y tres policías ya estaban rodeando la camioneta.
-                     Se terminó todo – pensó, bajando la cabeza.
-                     Acá se los traigo – escuchó que decía el que manejaba -. Estaba en la ruta...
Un policía le tendió una mano mientras le decía:
-                     Venga, baje, yo le ayudo...
Carlos obedeció y bajó. Apenas había puesto los pies en la tierra cuando una mujer, su mujer, la Negra, se acercó corriendo y lo abrazó emocionada.
-                     Viejo, ¡qué susto nos pegaste! ¿Dónde te habías metido? ¿Por qué hacés esas cosas? ¡Si vos sabés que no tenés que tomar! ¡Ya no sabíamos dónde buscar! ¡Mirá si te pasa algo! ¿Qué hago yo, sola?
Carlos la miraba sin decir nada mientras su mente trataba de ordenar el desconcierto que lo había atrapado. Entonces... todo había sido un sueño... Otro sueño... No había pasado nada... No había matado...
Se dejó llevar hasta el auto patrullero. Su mujer se sentó a su lado sin soltarle la mano mientras los llevaban hasta la casa.
Cuando llegaron, una bicicleta nueva que Carlos conocía muy bien estaba apoyada en el horno. Un hombre morocho salió de la casa y se acercó a recibirlos.
-                     El Cholo estaba muy preocupado – dijo la Negra -. Tenés que agradecerle,... está acá desde anoche, cuando nos dimos cuenta que no llegabas... No quería irse hasta que aparecieras...      

De mi libro (inédito) "El Tío Esteban y otros cuentos"



Un sueño...

Un sueño...
¡Qué falta me hace 
        un sueño que te reemplace!
Un sueño que sea cierto
        para vivirlo despierto.
Un sueño que no me deje
        cuando tu olvido me llegue.
Que me traiga día a día
        un porqué vivir la vida.
Que me deje ser el niño
        que lloraba y que reía...
Que tenga olor a naranjos.
        Que tenga sabor a miel.
Que tenga vuelo de pájaro
        y silueta de mujer.
Que me haga dormir de noche
        y me haga vivir de día.
Que me haga olvidar que existes
        ... y te quiero todavía.

Ay, amor... ¡Qué falta me hace
        un sueño... que te reemplace!

De mi Libro "Vesos Diversos" 
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FRAGMENTO DE MI LIBRO "CUANDO YO ERA CHICO... "

...//... Aunque me he esforzado, no he logrado reconstruir el nombre de uno de los chicos, un rusito muy pequeño, rubio, pecoso, carita redonda y por su vestimenta, muy humilde. En ese entonces la misma maestra nos daba una hora semanal de algo parecido a lo que luego se llamó Actividades Prácticas o Manualidades. El primer trabajo para los varones, en el que lógicamente debía ayudar el padre, ya que teníamos seis años, era hacer un rallador de queso. Para eso debíamos llevar una chapa recortada de un tarro de conservas y una tabla de unos cinco o seis centímetros de ancho. A la chapa, con mucho cuidado, debíamos hacerle centenares de agujeritos con un clavo grande. Esa era la superficie que luego rallaría el queso. Una vez terminado este trabajo, se doblaba un poco la chapa y con clavos más chicos se la clavaba a los costados de la madera. Y ya estaba listo el rallador.
Por supuesto, ninguno lo terminó. Aunque todos llevábamos los elementos, el día indicado gastábamos esa hora en jugar, hacer dos o tres agujeros en la chapa, jugar otro poco, hacer otro agujero, mirar a los pajaritos por la ventana, clavar el clavo en la ventana, correr a otro con el martillo, etc. Prometíamos que lo seguiríamos haciendo en la casa y a la clase siguiente el rallador seguía siendo una chapa deformada y a raíz de los agujeros que rompían la capa de esmalte, oxidada.
El domingo que se aproximaba era el Día de la Madre. El viernes, la maestra nos dijo:
- Chicos, este domingo es el Día de la Madre, ¿qué le van a regalar a sus madres?
Cada uno contestó lo suyo. El que no sabía, mentía nombrando algo que lo hiciera quedar bien. Al llegar al rusito, éste metió la mano en su humilde cartera y sacó el rallador.
No sé si mi memoria me traiciona, pero lo recuerdo tan prolijo, tan bien hecho, que parecía un rallador comprado. La maestra lo tomó, emocionada, y le dijo:
- ¡Qué bien! ¡Te felicito! ¿Te ayudó tu papá?
- Yo no tengo papá... - dijo el rusito bajando la mirada.
La maestra tragó saliva, lo abrazó muy fuerte y se quedó callada. Tan callada como todos nosotros. Ninguno podía hablar, ninguno quería mirarse para que no se le vieran los ojos brillantes.
¡Cómo quisiera saber hoy qué fue de ese chico! Ojalá la vida le haya sonreído y lo haya conducido por el camino hacia la felicidad.     ...//...

( FRAGMENTO DE MI LIBRO "CUANDO YO ERA CHICO... " - EN EDICIÓN )

3 comentarios:

Walter G. Greulach dijo...

Te pasaste con este cuento. Pese a que pude vislumbrar el final, el relato es estupendo.

corrección dijo...

Carlitos es un relato atrapante, a pesar de su extensión. Felicitaciones

Anónimo dijo...

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