lunes, 7 de diciembre de 2009

Mi segundo encuentro con Keith Richards - Homenaje a un Grande.


Mi segundo encuentro con Keith Richards fue ayer, por la mañana. El primero, el que permitió que nos conociéramos y forjáramos nuestra amistad, fue hace unos dos años. Ese día, recuerdo, yo acababa de demorarme en la vereda de una disquería buscando en unas bateas de ofertas un cd de Ricky Maravilla. De pronto, a una cuadra, frente a un hotel grande y lujoso, veo un gentío que ocupaba la vereda y parte de la calle.
– Acá pasó algo – me dije, acercándome.
– ¿Qué pasó? – le pregunté a uno.
– ¡Los Rollings, ya llegan los Rollings! – me contestó el tipo, entusiasmado y mirando hacia la calle.
– ¿Los Rollings?, ¿los de verdad? – pregunté -, yo soy rolinga de la primera hora – recordé, empezando a gritar y a saltar: - ¡Los Rollings y Perón, un solo corazón! ¡Los Rollings y Perón, un solo corazón!
Una mujer me miró con asco, y eso me llevó a cambiar la arenga:
- ¡El que no salta es un Beatle! ¡El que no salta es un Beatle! – grité dando saltos y haciendo la sonrisa de Jagger con los dedos índice y pulgar.
Pero nadie alcanzó a seguir mi iniciativa, en ese momento una larga limousine se detuvo frente a la puerta del hotel y todos se abalanzaron sobre ella. Varios policías tomados de las manos, apartaron y retuvieron a la gente manteniendo un pasillo por donde los Rollings podrían pasar.
El primero que bajó fue Mick Jagger. Era como lo había visto en las revistas: flaco y feo y con una boca inmensa que sonreía permanentemente. Miró hacia todos lados sin ver a nadie. La gente gritaba enloquecida y algunas chicas parecían desmayarse. Sin dejar de sonreír, Mick saludó levantando una mano y pasó rápidamente al interior del hotel.
Ron Wood y Charlie Watts bajaron casi juntos, se acomodaron un poco la ropa y respondiendo al griterío con una sonrisa y también levantando las manos, entraron al hotel.
En el largo y oscuro automóvil quedaba uno.
- ¡Falta Keith Richards! – dijo una chica mordiéndose las uñas.
En ese momento bajó Keith. Era viejo y feo, como los otros, pero era más simpático y se veía que sonreía con más sinceridad.
Se detuvo en la vereda mientras la gente, alucinada, empujaba a los policías, tratando de tocarlo.
- ¡Hey Keith, hey Keith! – empecé a gritar yo, aprovechando que, por mi altura, él podía verme bien.
Keith me escuchó y me miró. Enfocó en mí esa mirada cetrina que conserva, a pesar de las arrugas, y me sonrió. Allí se forjó nuestra amistad.
- Mon amí, mí siente mucha satisfexion de verte – le dije gritando y tratando de que me entendiera.
Keith me guiñó un ojo, levantó una mano con el pulgar hacia arriba y luego, bajando la vista, entró al hotel seguido de un griterío infernal. Pero ya éramos amigos, allí había más de doscientas personas y al único que Keith había mirado a los ojos y saludado así era a mí. Yo sabía que no olvidaría mi rostro, como yo tampoco olvidaría el suyo.
Eso fue hace unos dos años, y el segundo encuentro, como ya dije, fue ayer, en Plaza Once.
Yo venía por la vereda de Rivadavia y me detuve a mirar unas medias que vendían a tres pares por dos pesos. Estaba por pedir rebaja, porque las que tengo ya están medio transparentes, cuando giré la cabeza y lo vi.
Era Keith, Keith Richards. Venía caminando por la vereda en mi dirección, con toda naturalidad, como si fuera uno más.
En seguida noté que estaba allí de incógnito. Se había puesto un largo y viejo abrigo y calzaba unas alpargatas algo desflecadas, pero su cabellera alterada y sus ojos brillantes y pícaros eran inconfundibles. Era él, a mí, a su amigo, no podría engañarlo nunca.
- ¡Keith, mon amigo! - le dije acercándome a abrazarlo.
Keith se detuvo y se dejó abrazar sin hablar, seguramente para que su idioma no lo delatara ante los transeúntes.
- Keith, soy yo, el del hotel, allá, cuando viniste con tus amigos, hace unos años, ¿te acordás? – le susurré al oído, recordando su condición clandestina.
Pero Keith no contestó; guardaba silencio mientras me miraba, seguramente recordando los buenos tiempos pasados desde que nos conociéramos.
- Keith, ¿cuándo llegaste? ¿estás de cayetano? ¿Alguna minita, tal vez? – le pregunté en voz baja, pegándole un codazo cómplice.
- ¿Qué te pasa, pibe? ¿Sos trolo? – me preguntó de pronto en un perfecto castellano. Reconozco que, a pesar de ser su amigo, ignoraba que dominara nuestro idioma, pero en ese momento recordé que una estrella internacional debe estar preparada para comunicarse en cualquier país.
- ¡Ehhhh, Keith, me extraña!, ¿ahora no me conocés? Hacé memoria, vos llegaste en la limousine al hotel, ¿te acordás de eso?, ¿y quién estaba ahí, eh? ¿Quién estaba? Dale, pensá,... Papá estaba, yo estaba, ¿me ubicás ahora?, el flaco, alto, que estaba atrás, ¿te acordás que me miraste y me hiciste así, con la mano?
La mirada de águila de Keith seguía escudriñándome en silencio. Su disfraz era perfecto y nadie de los que allí estaban sospechaba que ese hombre con aspecto de cartonero, era el guitarrista de rock más famoso del mundo.
- ¿Tomamos un café? – le pregunté.
- No, café no, pagame un pancho, estoy cagado de hambre – dijo cambiando su parca actitud.
Caminamos hasta un carrito cercano y le compré un pancho. Lo miré mientras comía con avidez; podía advertirse cómo disfrutaba con esas simplezas que su habitual vida de super famoso le privaba.
- Pagame otro, esto no llena a nadie – me dijo.
Compré otro pancho y se lo alcancé.
- ¿Un vinardo, tal vez,... para bajar los panchos? – le sugerí.
Arrugó un poco más su cara; por un instante pensé que me decía que no, pero aún masticando, dijo:
- Si hay blanco, mejor, el tinto me hace eructar – y para demostrar lo que acababa de decir, Keith eructó ruidosamente.
- ¿Ves? – dijo -, de sólo nombrarlo ya me cayó mal.
Pedí un vaso de vino blanco y se lo alcancé. Mientras devoraba el segundo pancho, alternado con tragos de vino, le pregunté:
- ¿Estás parando en el Sheratton? ¿Y los otros vagos? ¿Vinieron con vos?
Como estaba masticando no me contestó inmediatamente, pero me hizo una seña juntando tres dedos hacia arriba.
- Ya sé, te dejo comer tranquilo, no te calentés – le dije.
Los autos y la gente pasaban y pasaban y yo pensaba si alguno se imaginaría siquiera que allí, en esa plaza tan conocida y tan argentina, estaba uno de los más famosos músicos de la historia del rock mundial. Debía admitir que Keith estaba casi irreconocible y yo, de no ser por la amistad que nos unía, también podría haberlo dejado pasar. Era un Dios, pero con esas ropas y comiendo un pancho, casi, casi, era un mortal más.
- ¿Cómo anda la viola? ¿Siempre le seguís dando? No vayás a largar, mirá que vos sos bueno - le dije cuando lo vi limpiarse la boca con la manga del saco.
Keith, por toda respuesta, escupió sobre la vereda y se rascó enérgicamente el ombligo.
- Un bicho – dijo, para disimular.
Pude adivinar que sus manos ardían por darle un zarpazo al diapasón, y comenzar a celebrar nuestro re encuentro con el riff de Brown Sugar.
- Bueno, pibe, me voy, gracias por los panchos – dijo él, dándome a entender que quería seguir su camino solo.
Nos abrazamos allí, entre el gentío que esperaba los colectivos. Y así, sin una palabra de despedida, nos miramos a los ojos... y Keith se fue.
Lo miré alejarse por la vereda hasta que su desgarbada figura, la silueta más rockera del mundo, se perdió al llegar a la esquina.
Lo imaginé tomando un taxi y pidiéndole al conductor que lo lleve hasta el Hotel Sheratton. ¿Qué cara pondría el taxista? ¿Llevar un cartonero hasta el Sheratton? ¿Lo reconocería finalmente, al recibir los euros que Keith sacaría de un abultado fajo, escondido en su raído sacón? No podré saberlo nunca. Esta mañana temprano, en uno de esos tantos aviones que salieron del aeropuerto, Keith Richards regresó a su mundo de fama y música. Estoy seguro que, cuando esté con Paul Mc Cartney o algún otro de sus amigos, tomando un cervezón con papitas y aceitunas - a lo grande, como son ellos - les va a contar:
- En la Argentina traté de pasar de incógnito, me disfracé y salí a la calle. Pero no lo logré, me reconoció un amigo, haceme acordar que le mande una tarjeta para Navidad.

Rubén Antolín Heredia - 2008

2 comentarios:

Ada Ortiz Ochoa (Negrita) dijo...

¡Genial, Rubén! ¡Genial! Sos tan suelto para escribir que surge el relato de una manera simple, casual, verídicca y creíble.
Un magnífico relato que no tiene fisuras, todo es perfecto. Te felicito, me encantó leerte.
Un gran saludo
Negrita (Ada Ortiz Ochoa)

Walter G. Greulach dijo...

Como la primera vez, tus encuentros con Richards no tienen desperdicio. Me hiciste cagar de risa.
Gracias Ruben. Va un abrazo...Walter Greulach